Hablarte a ti, papá, de alguna manera es hablarme a mí misma.
La inercia de la mirada que sigue mis propios pasos en la tranquilidad de una tarde dominguera, me lleva a toparme con mis huellas.
Como cuando era niña, juego a embonar los pies en esas marcas que dejó lo andado. Añoranzas y reminiscencias se entretejen cuando pienso en la figura paterna que, entonces, me llevaba de la mano. ¿Me habré soltado del todo? ¿No hay en mis frases de adulto palabras que rescato de la inconsciencia? ¿No son esas ideas, que tanto escuché entonces, convicciones en las que he quemado mi vida?
Mi existencia de adulto está sazonada con miles de recuerdos. En el recorrido cotidiano hay que despertar a los sentidos, avivar la capacidad de sorpresa. La imaginación cabalga, el olfato trae a la memoria esos frutos que nunca más he visto en el terruño. Recuerdo las pomarrosas, redonditas, amarillas, pálidas. Las mordía y su miel invadía las papilas gustativas hasta la exageración. Olían a flores, a blancos, ocres y amarillos, a canto de pájaros, a lamentos de arpa y marimba, a día de campo, a vestido informal, a juegos infantiles, a sudor a risas.
Recuerdo los pregones y el canto estereotipado de los voceadores que vendían noticias. Todo eso está aquí dentro, y surge a la menor provocación.
La ropa estaba pegada al cuerpo, aferrada a la piel, fundida con ella. Los árboles gritan verde y las flores tienen tantas voces que se confunde su tesitura. Tenía la manera de hablar de los veracruzanos, aprendida de las olas cuando, en su retorno a la gran masa líquida, arrastran la arena.
En ese ambiente danzonero, abierto como el mar, bravo y bullanguero, como las aves que de rato en rato se escuchan entre las palmeras, la niña, con la cola de caballo siempre decadente, el dobladillo de la falda apenas prendido por cuatro puntadas, el cuello raído de tanto chuparlo y las calcetas tímidamente escondidas en los zapatos, caminaba libre bajo la lluvia y reía bajo las gárgolas que vertían su líquido sobre la acera.
Esa niña desarrapada, que escuchaba los regaños con la misma indiferencia que los pregones y los cantos de los pájaros, había sido vacunada contra la mediocridad y en su temperamento desordenado se injertaban, poco a poco, las urgencias del éxito y de la autoexigencia. Un padre de familia, hombre vanguardista para su época, supo antes que cualquier liberacionista que las mujeres pensaban, sentían y tenían que labrarse un camino que les permitiera incidir en el mundo.
¡Qué trabajo me cuestan las palabras cuando los lenguajes son tan similares, y las herencias tan recias, y los lazos tan estrechos!
Hablarte a ti, papá, de alguna manera es hablarme a mí misma. Tal vez por eso se resistan los vocablos, esos que aprendí de ti, como la inquietud de ser distinta, de maravillarme de los árboles y de la música, de las obras de Dumas, de Dickens y de Altamirano.
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