Ciertamente, el tiempo torna a andarse, como en una rueca continua.
A la primavera sigue el estío; al estío, el otoño, y al otoño, el invierno. Pero la vida humana corre a su fin ligera.
Por eso, aunque suene romántico, aunque los sueños nos alimenten, no podemos pedir al tiempo que vuelva. Cuántos errores se evitarían, cuántas palabras se borrarían, cuántos momentos se valorarían en su justa dimensión.
Pero el tiempo pasado sólo puede recrearse en la memoria que lo atesora. Vivencias añosas que acaso huelan a perfume o a poesía.
Tal vez el recuento de lo sucedido viene a nosotros cuando un siglo llega a su fin.
Hay quienes hoy se preguntan por qué todo vuelve en este momento, desde la superficialidad de los sombreros y los vestidos, los maquillajes y los zapatos, hasta las doctrinas filosóficas que se nos antojaban muertas y sepultadas porque no satisficieron a los hombres de otros tiempos.
En lo personal tengo la añoranza del ayer, cuando la locura de niña me llevó a pensar que nada se acabaría. Siempre, siempre, me repetía ingenua. Y quise tomar los momentos entre las manos y me quedaba muda, estática para que se congelaran como en una fotografía. Lo hacía sin saberlo, como una intuición que adivinaba el mañana.
Hoy sé que los momentos sólo se retoman, o se recrean, o se hacen líneas en una novela; pero eso no significa volver al pasado. Es, más bien, la apetencia humana de ser como el tiempo, como esa rueca continua que ve correr la vida ligera como el viento. Y con esa imagen, retomo una y otra vez, a Don Quijote.
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