Érase una niña desordenada

Era sábado y la inspección estaba por llegar. Me sabía las palabras de memoria, pero para mí significaban muy poco.



–Ya te dije que debes tener un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar–, decía mi padre reiterativamente, con la esperanza fútil de que algún día las palabras se acomodaran en los escondrijos del cerebro, tan desordenado como lo que su niña llamaba personalidad. Se abrían los cajones del clóset y saltaban las blusas como las pulgas amaestradas. En la silla de la recamara posaban, en confusa mezcla, las prendas que había usado en la semana. Los libros, de cabeza, conversaban de temas tan diversos como historia, geografía o literatura. Interrumpían el diálogo las hojas blancas convertidas en pelotas.

–Mañana pongo en el bote la ropa sucia. Mañana tiro los papeles. Mañana reacomodo los textos en el librero. ¡Falta tanto para el sábado! –, siempre había la posibilidad del mañana.

Pero llegaba la inspección sabatina y el tiempo se había acabado.

El mañana de todos los días se convertía en palabras de reproche, en explicaciones de la importancia del orden, en castigos. No voy al cine, no salgo a tomar un helado con las amigas, no voy al parque pueblerino.

Un buen día, los ritos de fin de semana se acabaron. La niña había recibido de su padre lo que necesitaba. De ahora en adelante era ella sola. No más amenazas. Llegó la independencia.

–Así soy yo. Puedo identificar entre la pila de libros, que ya mide más de un metro, la Divina Comedia o La Navidad en las Montañas; es mi desorden ordenado.

Con el tiempo, la niña de los sábados fue madre. Y los hijos llegaron a la adolescencia.

–Mamá, ¿sabes dónde dejé un trabajo que tengo que entregar mañana?

–¿De casualidad viste mi cartilla? La necesito para sacar mi licencia y no alcanzo a llegar…

–Yo dejé mi regla encima del escritorio y alguien la cambió de lugar.

–Lo siento –digo yo mientras me pongo los aretes, casi en la puerta–,no tengo tiempo de buscar nada, apenas llego a una cita.

Ya en el coche, recuerdo que debo entregar un recibo. Lo dejé sobre el buró, estoy segura, fue anoche. O… ¿el lunes? Pierdo una hora en buscarlo. Y pierdo la paciencia y la cabeza.

–¿Por qué no aprendí a poner cada cosa en su lugar?

Las ideas vienen también desordenadas. Lo externo es fiel reflejo de lo que tengo dentro… Escribir un artículo sobre el orden, entregar un trabajo, participar en un programa, comprar los útiles de Gaby, ayudarla a estudiar, ensayar para una obra de teatro.

–Ser todólogo y desordenado no conduce ya no se diga a Roma, sino por lo menos a la esquina de mi casa. ¿Por qué no aprendí a decir no?

Hoy, precisamente hoy, viernes, empezó nuevamente. Nunca es tarde para educarnos, dicen los pedagogos. Y espero que sea así. La lucha es contra mí.

¿Por dónde empiezo?

Rescato aquellos ritos sabatinos de mi padre. Recupero sus palabras. Las encierro en los aposentos de mi cabeza. Que no se vayan, por favor. Las necesito para vivir y para respirar.

Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.

Por lo pronto, digo no a un nuevo compromiso. Pongo las ideas en orden alfabético, por prioridades, y me encaro a la tarea de vivir congruentemente.

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