Muchas generaciones de madres han hecho posible que el mundo estrenara otro milenio.
Su obra menuda, casi de puntillas, es circunvalación, es abrazo a las pequeñas cosas, está inmersa en la pasión por lo vital y se pronuncia por la esperanza.
Cambian las circunstancias, pero no a esencia. El horizonte femenino está inmerso en la vida que se gasta profundamente en el hogar, en el taller, en las aulas, en la calle, junto a quienes comparten con la mujer su tiempo, su amor y su trabajo.
Es cierto que la madre vive hoy de otra manera, que la evolución de lo femenino ha sido tremendamente intensa en el siglo pasado. Miro hacia atrás y encuentro a mi abuela materna sumergida en la vida doméstica. En la magia del recuerdo, puedo saborear sus guisos perfectamente logrados y la piel de mis manos aún se sorprende con sus bordados y sus tejidos. La traigo a mi memoria sentada frente a una máquina de coser, cumpliendo mis caprichos, confeccionando mis vestidos y los de mis muñecas. Mi abuela era feliz, aunque su mundo quedara atrapado en la cuadrícula de su hogar.
Mi amiga Leticia, que también rebasa el medio siglo, es periodista y los diplomas que acreditan sus cursos no caben en la pared de su casa. Además de su trabajo como directora de una publicación, toma un curso y otro, porque entre más aprende, más se percata de su poca sabiduría.
Hace poco fue abuela y pensé que el alma se le saldría por los poros ante una euforia poco común en su carácter frío.
Se ha prometido no volver a inscribirse en nada, por un tiempo. Vive tan ajetreada entre su marido, sus hijos, su trabajo y sus ímpetus, que no tiene oportunidad de ejercer su abuelazgo.
Ahora quiere cuatro horas como mínimo para cuidar a esa nieta, más hermosa que ninguna otra.
Ella me aclara que las de antes eran abuelitas y que ella es simplemente abuela. Una abuela ejecutiva, condición que no es privativa de estos tiempos: ya mi abuela paterna, madre de trece hijos, lucía con orgullo su título de maestra otorgado por el gobierno de San Luis Potosí a principios de siglo.
Seguramente que esas muchachitas de hoy, locuaces y frívolas en apariencia, también habrán de conmoverse ante la maternidad. Tiempos van y tiempos vienen y la mujer sigue siendo, como lo dijo el cardenal Mindszenty, “la antorcha de la vida atravesando las páginas de la historia”.
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