Siempre activo, siempre amable y dispuesto a celebrar las travesuras de la niña, a responder sus preguntas necias, mi abuelo nunca me pareció un anciano.
De rostro color durazno, ojos como estrellas, del tono del mar Caribe; figura diminuta, espigada, y voz apacible, tanto como su carácter, que en ningún momento se salía de los cánones, así era mi abuelo.
Sus charlas y sus enseñanzas, aunque fueron esporádicas porque vivíamos muy alejados, son, al paso de tantos años, una presencia ausente. Es cierto, las palabras, esas que son la lengua del alma, trascienden a la muerte.
Por él, la niña de seis años aprendió a distinguir nombres que hoy tienen su justa ubicación en la historia. Por su juventud senil, adornada siempre por un traje negro impecable y una camisa blanca rigurosamente almidonada, los oídos infantiles se enteraron de la Revolución.
Mi abuelo fue telegrafista, entre otros muchos oficios. Por eso Francisco Villa, cruel y despiadado además de palurdo, lo tomó prisionero y lo obligó a trabajar para él.
Siempre activo, siempre amable y dispuesto a celebrar las travesuras de la niña, a responder sus preguntas necias, mi abuelo nunca me pareció un anciano. Tal vez por eso, su muerte repentina –ese corazón traicionero– nos tomó por sorpresa.
Por esos recuerdos, los ancianos me maravillan. Por esos y por los de mi padre, que fue un abuelo que superaba en energía a los nietos, que estudiaba siempre, que ejerció su profesión hasta el final, que nunca se angustió por la muerte, que era el primero en llegar a los conciertos, al teatro y al ballet, que pensaba siempre en el futuro porque no deseaba ser una carga para nadie, que se ilusionaba con el mañana como si le perteneciera…
Muchas gracias, abuelo, porque en ti puedo vislumbrar un mañana activo, lleno de experiencia, que rezuma conocimientos, optimismo, plenitud.
Ojalá que la imagen de todos los ancianos fuera esta. Ojalá que pudiera juzgarse por el contenido y no por la lentitud de los pasos o por el olvido de la memoria. Ojalá que los seres humanos fuéramos capaces de medirnos, no por la capacidad de producir, sino por ese adentro lleno de dignidad, por la grandeza que ha significado vivir tanto.
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