A casi 60 días de una de las elecciones más reñidas desde la Revolución Mexicana, todos los bandos se declaran triunfadores. Bueno, casi todos. Excepto los que no quisieron formar alianzas. Quienes, posiblemente, esperan vender caro su apoyo a quien resulte ser la mayor minoría, para que tenga gobernabilidad.
Muy pronto conoceremos el fruto de la siembra sistemática de odio que hemos tenido en este sexenio o, posiblemente, desde mucho antes. Una siembra en la que todos los bandos participaron y siguen participando, con singular alegría. Todos, pensando que ese es el camino para el éxito electoral. Los que, al no tener argumentos convincentes a su favor, recurren al insulto. Los que dicen a sus contrincantes conservadores y fachos o chairos y morenacos. Quienes creen el dogma de que: si demuestro que mi contrincante está mal, quiere decir que yo estoy bien. Todos, o casi todos, apostando contra la unidad de los mexicanos.
Pero ¿realmente es posible la unidad en un país? ¿O, en una familia? ¿En una organización religiosa o política? ¿O cualquier otro tipo de organización? Parecería que no, y que buscar la unidad es una lucha inútil. Y, por lo mismo, innecesaria. Si estamos convencidos de que la división está dando un lucro electoral, entonces ese es el camino a seguir. Por lo tanto, entre más insultemos al contrincante, tanto mejor. Entre más fuerte sea el insulto, más poderoso su efecto y nuestra ganancia política. Además, como el electorado parece contento con esa polarización y se une al coro de insultos, ¿por qué cambiar? ¿Qué podría salir mal?
Posiblemente, estamos confundiendo dos conceptos muy parecidos: Unidad y Unanimidad. Dos visiones diferentes. La unanimidad es tener, etimológicamente, una sola alma. Un solo pensamiento. El mismo ánimo. Sin disidencia. Nadie difiere. Todos, absolutamente todos, de acuerdo. Siempre. En todos los temas. Algo, claramente, imposible. Solo por el hecho de que tenemos libre albedrío. No somos una colonia de bacterias, una manada de ovejas, una parvada de pajarillos. Somos algo más. Somos seres humanos.
Y para lograr esa unanimidad, la receta de muchos es declarar a quien difiere como un no-humano. Quien no piensa como la mayoría, no es mexicano. O, por lo menos, no es un buen mexicano. En el extremo, es un gusano, como decía Fidel Castro de sus opositores. O eran de una raza inferior, como decía Hitler: personas que parecían humanos, pero no lo eran.
Vista de esa manera, la unanimidad tiene un fuerte tufo de tiranía. Huele a dictadura. A dictadura perfecta, como se dijo de los regímenes emanados de la Revolución Mexicana. Y a esa unanimidad hay que darle apariencia de realidad. Que parezca que hay democracia. Por ejemplo, con las votaciones a mano alzada, tan típicas de los ejidos y en algunos sindicatos. Donde el voto no es libre ni secreto. Donde quien no está de acuerdo, se pone en peligro. La aparente democracia de las asambleas, tan en boga por los líderes universitarios del pasado y que ahora nos gobiernan. Las decisiones tomadas en los mítines políticos, sujetos a la manipulación del mejor demagogo, decisiones tomadas por medio de las emociones del momento. Donde muchos no se atreven a diferir, porque no hay la salvaguardia del voto libre y secreto.
No, la unanimidad no es posible. Siempre habrá quien difiera. Y es normal. Más aún, es necesario, es útil. Nos obliga a pensar, a mejorar nuestras decisiones. A cuestionar y mejorar nuestros argumentos. Porque somos humanos, autónomos, con libre albedrío. La unidad, en cambio, si es posible. No busca la unanimidad. Acepta que existen diferencias, pero las asimila y crea mecanismos para poder llegar a acuerdos cuando no bastan los debates, las discusiones o las argumentaciones. Es estar de acuerdo con el modo de administrar las diferencias de opinión. Como es el intento, siempre mejorable, de la práctica democrática. Sobre todo, el mecanismo del voto libre y secreto. Pero también el concepto de los balances y contrapesos, hoy tan atacado en la práctica.
Eso sí es posible. Tener unidad en lo fundamental y aceptar que diferiremos en lo accesorio. Y aceptar que habrá minorías que serán incluidas en el diseño de leyes y reglamentos. Y, al mismo tiempo, aceptar que habrá que cumplir esas leyes, hacerlo porque creemos que el modo como se crearon tomó en cuenta, y se debatieron, todas las opciones. Nada fácil, pero necesario.
De fondo, podemos y debemos buscar una cierta medida de unidad, sabiendo que no tendremos unanimidad absoluta. Buscar lo mejor para nuestra nación. Porque nos queremos. Porque actuamos de buena fe y creemos que los demás, al menos la mayoría, actúan de buena fe. ¿Difícil? Claro. Décadas de sembrar el odio, dan resultados: desconfianza, división, polarización. Una gran dificultad para llegar a acuerdos. Dudar permanentemente de nuestros conciudadanos. Dudar hasta de su humanidad, y actuar en consecuencia. Tener una gran dificultad para dar marcha atrás, reconocer nuestros errores y estar dispuestos a corregirlos. Repito: algo muy difícil. Pero, si no queremos que la nación se nos desmorone entre las manos, esa es la tarea que nos queda. A todos los partidos, así como a los sin partido, los sin poder y al ciudadano de a pie.
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