El pasado 18 de diciembre, en la segunda vuelta electoral de las elecciones presidenciales en Chile, triunfa la coalición Vamos Chile, encabezada por el ex presidente Sebastián Piñera contra el grupo Nueva Mayoría, que proponía al izquierdista Alejandro Guillier, (periodista, senador, político independiente) apoyado por la presidente saliente Michelle Bachelet. Mas allá de un voto adverso a la administración Bachelet, este triunfo requiere un análisis diferente a los dogmáticos análisis políticos que han sido la norma en Latinoamérica, si no es que una buena parte del mundo.
Ciertamente, esos análisis basados en las polarizaciones derecha-izquierda, pobres-ricos, gobalifobicos-globalificlicos o neoliberales-progresistas no alcanzan a explicar este y otros cambios políticos. Comenzando por negar ciertas realidades: la globalización y el comercio internacional no han sido el desastre que muchos predijeron y, en donde han sido manejados sin intervención política y sin corrupción, han beneficiado a grandes mayorías. De hecho, en las estadísticas mundiales nunca había habido una clase media tan amplia como en este tiempo. Y eso es particularmente cierto en Chile. Efectivamente, en ese país la pobreza que era en 1990 casi el 39% de la población es ahora menos del 15%, muy similar al promedio mundial que pasó de ser el 44% en 1981 al 12.7% en 2011, según las cifras del Banco Mundial.
Obviamente eso va contra el dogmatismo marxista que sigue proclamando sin pruebas sólidas que cada vez hay más pobres. Lo cual contradice realidades como la mejora en la esperanza vida y el crecimiento de los mercados como los de autotransporte, la telefonía celular y la explosión del Internet. De acuerdo con analistas chilenos, Carlos Peña entre otros, la izquierda no ha entendido las necesidades y requerimientos de la clase media y ha respondido con las recetas izquierdistas basadas en sus dogmas, como la educación gratuita universal, el fortalecimiento de los sindicatos y otras similares, que no resuenan en un electorado de clase media, mucho más informado, menos dogmático y más pragmático.
Por supuesto, esto no es un fenómeno inevitable. La ciudadanía de otros países con situaciones similares sigue creyendo en propuestas populistas de diferentes signos. Hay que tomar en cuenta el alto nivel de cultura general y de cultura política en particular que ha tenido Chile durante décadas, desde mucho antes de la restauración de la democracia en 1990, y que les permite ser más precisos en sus decisiones de voto de modo que ya no se puede contar con el voto ciego por afiliación política, laboral o regional.
También se dio el caso de que, a pesar de que la clase política está desprestigiada en amplios sectores, el candidato de izquierda, quien es un político independiente, no alcanzó a convencer al electorado. Y un tema que no es menor: Sebastián Piñera no es el tipo clásico del derechista cavernario. Su postura es una moderada, con sensibilidad para los temas sociales. Lo cual lo hizo aceptable para el tipo de votante que se sale de los compartimientos en que lo colocan ciertos analistas políticos. Su triunfo no es un triunfo de la derecha per se. Es algo más complejo.
Pensando en México, es claro que la clase política sigue creyendo en análisis polarizados ya rebasados. En las precampañas se sigue la antiquísima liturgia de buscar a obreros, campesinos, intelectuales, empresarios e indígenas para ofrecerles poco más o menos lo de siempre. O lo genérico: paz, prosperidad, honradez. No hay una visión clara de las necesidades de la clase media y mucho menos de las de los “Millennials”, la cohorte de 18 a 35 años que seguramente decidirá las próximas elecciones. Con pocas excepciones (el caso Pedro Kumamoto es un ejemplo), nadie está despertando entusiasmo en esa generación tan importante. Y sin entusiasmo, creo yo, es difícil ganar elecciones y tener auténtica gobernabilidad en el país.
Agradeciendo a Francisco Quijano, O.P. su apoyo y observaciones.
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