En México, los derechos humanos se vulneraban frecuentemente, con los presos políticos, los ataques a la libertad de expresión, las limitaciones a las religiones y, muy destacadamente, el uso de la tortura para fabricar culpables y castigar a opositores.
El pasado 10 de diciembre de 2018 se cumplieron 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, mediante la resolución 217-A de la asamblea general de las Naciones Unidas. Fuertemente influida por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la declaración fue redactada por un comité encabezado por Eleanor Roosevelt y con participación de los países que en ese momento eran parte del Consejo de Seguridad de la ONU. El documento fue firmado por casi todos los miembros de ese organismo, con la URSS, Sudáfrica y Arabia Saudita absteniéndose de aprobarla.
Firmada, pero no necesariamente aplicada. Era el momento de la URSS de Stalin, de las purgas políticas y del Gulag, donde se vulneraban esos derechos, así como los de libre expresión y libre movimiento en el país. En otros países se firmó la declaración sin verdadera intención de cumplirla. Solo para no incurrir en el descrédito de reconocer que esos derechos eran letra muerte en su país.
En México, en la larga noche de la dictadura perfecta, esos derechos se vulneraban frecuentemente, con los presos políticos, los ataques a la libertad de expresión, las limitaciones a las religiones y, muy destacadamente, el uso de la tortura para fabricar culpables y castigar a opositores. Y hay cosas que aún siguen ocurriendo: solo hace unos días hubo un reconocimiento oficial de que se sigue aplicando ampliamente la tortura.
Dos temas destacan. La mencionada declaración se centra en los derechos y no menciona las obligaciones que generan esos derechos. Vivimos la situación que retrata Gilles Lipovetsky en su libro El ocaso del deber. Porque los derechos generan deberes, tanto para la autoridad como para los mismos que tienen dichos derechos, Y de esto, poco o nada se habla.
Por otro lado, en nuestro país, los derechos humanos y sus comisiones han caído en un gran desprestigio. Entre la población y en muchos medios, los derechos humanos han promovido la impunidad y son los responsables de que muchos criminales estén en las calles. Claramente para los gobiernos y a las propias comisiones de derechos humanos, la educación masiva a la sociedad sobre este tema no ha sido una prioridad. Podríamos especular mucho sobre el tema, pero no hay duda de que ha habido a quien esta ignorancia le ha beneficiado.
La propia sociedad no tiene una concepción clara de lo que significa el debido proceso y la presunción de inocencia que proclama la mencionada Declaración Universal de los Derechos Humanos. El muy mexicano dicho: “A mí no me importa quién me la hizo sino quien me la paga”, refleja un sentido distorsionado de la justicia. A muchos no les importa si el acusado verdaderamente es culpable, no le preocupa si le arrancaron una confesión mediante tortura o si las pruebas no son suficientes ni convincentes. Lo que importa a los medios y a una parte importante de la población es que haya alguien encarcelado y pagando esa culpa.
Nuestras procuradurías de justicia, en el pasado y todavía en algunos casos, no procuran justicia, sino fabrican culpables. Y las mejoras muy lentas que empiezan a corregir esta situación, son ampliamente rechazadas. Ojalá no haya la ocurrencia de proponer la vuelta a la tortura, como método de reducir la violencia. Me temo que en una consulta popular podría ser probada por un amplio margen.
Habría que reflexionar sobre este tema. Esa es una tarea de la sociedad y de auténticos intelectuales. Y debería ser una preocupación de las autoridades y de las comisiones de derechos humanos, las de paz y justicia y otros organismos que se ocupan de este tema vital.
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