Las sociedades no se construyen en el odio. Se construyen en la cooperación, el apoyo mutuo, en la solidaridad, en el aprecio de lo bueno que cada quien puede aportar.
Si alguna lección nos deja esta campaña electoral 2021 es que estamos viviendo una profunda división. No solo entre los políticos, también entre políticos y ciudadanía y entre los propios ciudadanos.
Una campaña viciosa, rabiosa, basada en lastimar y desacreditar al oponente. Por cualquier medio: válido o inválido, real o inventado. Las primeras víctimas han sido el cuidado de la verdad, de la decencia, de la cortesía más elemental. Todo se vale.
Y no han sido solo los políticos profesionales. También sus seguidores, los que no son profesionales pero que adoptan sus candidaturas como propias. Basta leer las notas en Twitter o en Facebook para sentir el odio. El insulto, antes del razonamiento. O, mejor, el insulto porque no se tiene argumento.
Hay quien siente que solo puede demostrar su independencia política, odiando al contrincante y demostrándolo con el enojo. Muchos cuando ven a quien no insulta a otros que opinan diferente que ellos, de inmediato lo califican de “vendido”. La demostración de sinceridad, algunos piensan, es el grado del odio hacia el otro.
Pero no han sido los únicos. Vemos el odio en las relaciones personales, familiares, matrimoniales, comerciales, hasta entre las culturales y en actos menores como el transportarnos, ir de compras, con el mero hecho de entrar en relación con otro. Y es como un cáncer, silencioso y mortífero, que no se nota hasta que es demasiado tarde.
¿Cómo ha nacido esto? ¿En qué momento perdimos la cordura y el sentido común? No lo sé, y posiblemente no tiene sentido averiguarlo. Sí, ha habido quien ha sembrado el odio. Sistemáticamente, por décadas. Contra los de otra raza. Contra los de otras creencias religiosas. Contra el rico y contra el pobre. Contra el que no opina como nosotros. Contra el que es diferente. Pero no actuaron solos. Ellos sembraron, muchos otros aceptamos esa semilla, la cultivamos y la propagamos. Y eso es lo importante; no quién sembró ese odio, sino quienes lo hemos aceptado.
Y no quisiera recargar las tintas. Por supuesto, hay muchos que no odian; desgraciadamente no tienen voz. Y también es cierto que muchos actuaron y actúan contra la sociedad, y se han ganado a pulso que se les recrimine. No se trata ni de decir que todos somos malos ni que todo mundo es bueno. Somos… humanos, de barro, débiles y egoístas. Y por eso, precisamente por eso, es que debemos tener muy presente que hoy tenemos una gran cantidad de odio entre nosotros, en nuestra sociedad, en nuestras relaciones. Y esto, por supuesto, se refleja en la política. Pero no nada más en la política. Estar contra el odio no significa condonar los delitos, ser complacientes con los abusivos ni disimular cuando se está dañando a la sociedad. Tenemos un contrato social, tenemos leyes que nos protegen o nos deberían proteger. Y debemos exigir su complimiento. Pero por el bien común, sin odio.
Hace tiempo G.K. Chesterton dijo (cito de memoria) que un soldado combate, no porque odie a sus enemigos, sino porque ama a los que se quedaron atrás: su familia, sus amigos, su pueblo y su gente. Y así debería ser la política y nuestras relaciones sociales. Deberíamos hacer política (y esto es deber de todo ciudadano) no porque odiemos a nuestros contrincantes políticos, sino porque amamos a nuestra sociedad. Porque queremos lo mejor para nuestra familia, para nuestros hijos, nuestros vecinos y conocidos. Y también para muchos desconocidos. Sostenemos con vigor nuestras ideas, porque las consideramos las que más bien harán a todos. Sin odiar al que opina diferente. Entendiendo que otros tienen puntos de vista distintos y qué, muchas veces, no comparten nuestras ideas, no porque sean malos, sino porque no hemos sido capaces de ser convincentes.
Pronto pasarán las elecciones. Dado lo rijosos que están los partidos, habrá conflictos postelectorales. Es casi inevitable. Después vendrán las recriminaciones al interior de los partidos. Algunos se desbandarán, otros quedarán gravemente heridos. Odio y más odio.
Pero después regresaremos a lo que llamamos “normalidad”. Y tendremos que convivir, que cooperar, que trabajar juntos, que construir la economía, que hacer negocios, que competir. Y para todo ello necesitamos dejar de odiar. Necesitamos Confianza, así, con mayúscula. No hay otro camino. Las sociedades no se construyen en el odio. Se construyen en la cooperación, el apoyo mutuo, en la solidaridad, en el aprecio de lo bueno que cada quien puede aportar. Y entre más pronto lo reconozcamos, mejor nos irá.
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