¡Qué más quisiéramos! Hemos llegado a tal hastío de escándalos y revelaciones en estos temas que ya nada nos sorprende, nada nos indigna en esta materia. El último escándalo, que no es precisamente nuevo, el de la firma brasileña Oderbrecht que, supuestamente, entregó 10 millones de dólares a funcionarios mexicanos, ya no despierta gran revuelo. Estamos hablando de solo 200 millones de pesos cuando en otros casos se trata de miles de millones de pesos. ¡Poquiteros!
Yo dudo mucho de que la corrupción sea algo cultural. No puedo creer que la mayoría de los mexicanos seamos corruptos. Si fuera así, la ciudadanía admiraría a los corruptos y a estos no les preocuparía que se les exhiba. Pero tengo dudas si hablamos de la clase política. Y no es que crea que todos los políticos sean corruptos. Estoy seguro de que no; que solamente una minoría son corruptos.
Hace muchos años estuve hablando de uno los políticos más duraderos de este país. El nombre no viene al caso: podría ser cualquiera. Estuve yo hablando de él con una persona muy conocedora de la clase política y me hizo un comentario que me pareció muy relevante. Este político, me decía, es escrupulosamente honesto, impecable en su vida personal. Austero. Es honesto, añadió, pero no es honesto, honesto, honesto. Porque ha permitido que otros sean deshonestos; pudiendo haberlo evitado, y no lo ha hecho público. Su poder viene de que no tiene “cola que le pisen” y que él, por otro lado, conoce las trapacerías de los demás.
Algo hay de esto en algunos políticos. En otros, hay un fuerte apego a la disciplina del partido, tienen la certeza de que la ropa sucia se lava en casa y no quieren denunciar la corrupción que presencian para no hacerle daño a su partido. En otras palabras, han puesto el bien de su partido por encima del bien de la sociedad y sobre el respeto por su palabra dada cuando el funcionario asumió su puesto, prometiendo cumplir y hacer cumplir las leyes.
Ciertamente, no podemos decir en conciencia que todos los políticos sean corruptos. Pero sí podemos decir que, con mucha frecuencia, ponen el bien de su partido por encima del valor de la honestidad. Y es que no es simple ser honesto. Aquí sí deberíamos de cuestionarnos en lo personal. La mayoría de la población somos honestos, pero no hemos hecho sentir fuertemente nuestra voz en este tema, de manera que los políticos entiendan que no es aceptable en el servicio público ser corrupto o permitir que otros lo sean.
Sí, no es cuestión de reglamentos, no es cuestión de instituciones o de castigos aún más severos que los que contempla la ley. Probablemente se trata de un tema de “tolerancia cero”. No fijarnos en las cantidades de dinero malversado como único criterio para decir que existe corrupción. No aceptar que algunos digan: “yo robo, pero poquito”. Entender que hay corrupción en el fraude escolar, como lo hay en la venta de puestos, en la de votos, en entregar kilos de 900 gramos o no cumplir con los compromisos por los cuales ya hemos recibido algún anticipo. Y no porque el daño patrimonial sea enorme. El asunto es construir una cultura de la honestidad. Que en la jerarquía de nuestros valores el cumplimiento de la palabra dada, el llevar a cabo en nuestras obligaciones, el no permitir que personal bajo nuestra supervisión sea corrupto, son elementos que van construyendo una cultura.
Ahí es donde verdaderamente tenemos que concentrarnos. Qué bueno que haya nuevas instituciones, qué bueno que haya reglamentos que obliguen a la transparencia, qué bueno que haya leyes más estrictas en este aspecto. Pero la solución de fondo está en una cultura en la cual la honestidad tenga un lugar muy alto en la jerarquía de nuestros valores. Por supuesto, esto no ocurrirá rápidamente. Esto no pasará dentro de un sexenio. Es una tarea para mucho tiempo y es la tarea que verdaderamente importa. Y, como los resultados no van a ser rápidos, más vale que empecemos lo más pronto posible.
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