“Ni de religión, ni de política…”

Sospecho, y no tengo manera de demostrar que, en la larga noche de la dictadura perfecta, los gobernantes nos convencieron de que era dañino discutir de religión y política. Porque claramente no les convenía el debate.


Religion, política


Durante la larga cuarentena que estamos viviendo, por cortesía del COVID-19, se han creado una gran cantidad de “chats”, algunos muy numerosos, y donde se mantienen conversaciones muy variadas. Una de las reglas que se han establecido para esos chats es la siguiente: “ni de religión, ni de política, en ninguna circunstancia”.

Claramente, el propósito es no provocar pleitos o desencuentros: se trata de conservar la armonía del grupo. Y, efectivamente, ya me ha tocado ver situaciones donde grupos de personas maduras y de alto nivel educativo, se han puesto al borde de la desaparición por no seguir esta regla. Esta semana me tocó ver una persona que conozco desde hace varias décadas, a quien considero una de las personas más corteses que conozco y que amenazó con dejar uno de estos grupos porque alguien difundió en el mismo un artículo de corte político, de tendencia diferente de la que sostiene mi conocido y amigo. El asunto fue subiendo de tono, se olvidaron las razones y una parte importante del grupo se puso en contra de quien difundió ese artículo político.

Yo sospecho, y no tengo manera de demostrar que, en la larga noche de la dictadura perfecta, los gobernantes nos convencieron de que era dañino discutir de religión y política. Porque claramente no les convenía el debate. Y después de muchas décadas de ese régimen, no sólo estamos convencidos, sino que no tenemos la capacidad de debatir racionalmente, cortésmente y sin enojo estos temas. Y no sólo ellos: no sabemos discutir de economía, de temas sociales, de ecología ni de muchos otros. Nos hemos vuelto ineptos para debatir. La mayoría de nosotros no sabemos razonar y cuando se nos acaban los razonamientos recurrimos a las descalificaciones y a los insultos. Lo cual, ciertamente, no es bueno para la sociedad. La polarización que estamos viviendo actualmente se basa fundamentalmente en este modo de actuar.

Una de las grandes mentes de los siglos XIX y XX, Gilbert K. Chesterton, hablando de este tema decía (cito de memoria) que los temas que verdaderamente vale la pena debatir son precisamente la política y la religión. Que todos los demás temas, en comparación, no merecen la pena debatirlos ampliamente. Tal vez exagera un tanto, pero el principio me parece sólido.

No debatimos, en primer lugar, porque no sabemos cómo. Enojarse, amenazar con abandonar los grupos, recurrir al insulto o, “decirse de las verdades” no es debatir. Los debates deberían basarse en el razonamiento. Un arte perdido, dirían algunos. Porque nuestra educación no ha sido diseñada para el razonamiento: se ha creado como dice Macario Schettino, para el adoctrinamiento. Formados para seguir sin discutir una doctrina política, muchas veces tanto o más dogmática que las religiones. Y entre ese tipo de educación y un convencimiento en la sociedad de que hay temas que no se deben de tratar en público, hemos perdido la capacidad para uno de los métodos más fructíferos para llegar al conocimiento, que es el debate.

¿Lograremos revertir esta mala costumbre? Yo espero que sí. Pero no creo que sea rápido. Tantas décadas de convencernos de no discutir este tipo de temas nos han dañado de un modo profundo. Alguna vez, hablando con un pensador extranjero, decía que los mexicanos tenemos muerte cerebral en estos aspectos del razonamiento. No lo creo, no puedo aceptarlo, pero algo hay de cierto.

Para poder discutir y debatir fructíferamente, debemos aceptar un grado de incomodidad. Tenemos que desarrollar la auténtica tolerancia: no la de callar para evitar la confrontación, sino la de aceptar que puede haber elementos valiosos en otras opiniones diferentes que las nuestras y también que nuestras opiniones no son las únicas correctas o completas. Y esto requiere mucho esfuerzo: estudiar y aprender a fondo los temas sobre los que queremos razonar; en este caso estudiar y entender los temas de religión y de política. O de cualquier otro que queremos debatir. Cambiar de alguna manera nuestro lenguaje: separar nuestras opiniones de nuestros razonamientos. Nuestros razonamientos pueden ser válidos, son demostrables porque hay razones para ello. Nuestras opiniones no son demostrables: son fruto de nuestras impresiones y muchas veces de nuestras pasiones, que no de nuestro razonamiento.

Hay que debatir. No hay temas prohibidos. Pero debatir con bases, con fundamentos. Tomarnos la molestia de investigar, de leer, de aprender a razonar y tal vez el aprendizaje más importante de todos: ver en nuestro contrincante en el debate, no a un enemigo, sino una persona a la que queremos y a la que deseamos convencer con razonamientos. Y cuando no lo logramos, en lugar de enojarnos y descalificar a quien no nos cree, voltear a vernos a nosotros mismos y cuestionarnos: “¿Por qué fui incapaz es de convencerlo? ¿Mi razonamiento no fue concluyente? ¿Tuve fallas en mi lógica? ¿No me preparé suficientemente?”.

No podemos abandonar el debate en nuestra sociedad. Lo necesitamos, tiene que convertirse en una práctica común. Hay que verlo como una labor de amor, no como una competencia para definir quién ganó y aplastó al contrincante.

 

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