El presidente y los demás mandatarios que forman el gobierno son nuestros empleados. Y nosotros debemos dejar de considerarnos como beneficiarios, ya que somos en estricto sentido los mandantes.
Existe, por desgracia, y se está promoviendo una cultura que divide a los ciudadanos entre una gran mayoría de beneficiarios y una escasa, muy escasa minoría de benefactores. No es que sea nada nuevo. Los sistemas socialdemócratas europeos fueron autodenominados Estados Benefactores, ofreciendo de la cuna a la tumba beneficios para la ciudadanía. Lo cual no siempre es completamente cierto, pero así funciona su propaganda.
Esta noción de dividir la población entre beneficiarios y benefactores es aún más dominante en el populismo de todos los signos. Se trata de convencer a la población de qué el Estado les da beneficios, que muchas veces se presentan como inmerecidos para los beneficiarios. La idea es tener una ciudadanía que se sienta en deuda hacia una minoría de benefactores. Por lo tanto, los beneficiados están obligados y de alguna manera deberán de pagar, fundamentalmente con votos a favor de los benefactores.
Pero esto no ocurre solo en el ambiente político. Esto ocurre en muchos ámbitos. Curiosamente, también se da en las instituciones del sector privado, aunque con menos frecuencia. Se da también en el sector salud, tanto en el público como ocasionalmente en el privado.
Parte del éxito consiste en ocultar cuidadosamente que esos beneficios que se le dan a la ciudadanía no son por cuenta y riesgo del benefactor. Todo beneficio que recibe la población ha sido pagado previamente por alguien. Todo lo que nos da el gobierno es pagado por el sufrido consumidor, que paga su Impuesto al Valor Agregado de manera visible o invisible, O por el tantas veces vilipendiado causante cautivo, que además de estar pagando el Impuesto al Valor Agregado y el cúmulo de impuestos especiales que cada vez más tenemos vigentes, paga alguna proporción de sus ingresos a Hacienda. O el sistema de Seguridad Social, que se paga con aportaciones de los empleados, de los patrones y del Gobierno, quien saca ese dinero de nuestros impuestos. Incluso, en las instituciones de asistencia privada, una parte del ingreso viene directamente de que las aportaciones filantrópicas son deducibles de impuestos: o sea que, al final del día, es un dinero de la población, que podría ser aplicado a otras funciones del Gobierno.
El principio está viciado. El supuesto benefactor usa el dinero que la propia ciudadanía está entregando para su funcionamiento. Y muchas veces el asunto es que los representantes de los supuestos benefactores, funcionarios y empleados de estos organismos asumen una posición abusiva hacia el beneficiado. Muchas veces actúan como si el beneficiado no tuviera derecho a protestar por los malos tratos o los servicios deficientes. “Después de todo -asumen estos representantes- mal harían en exigir algo de nosotros, porque finalmente se les está ayudando”. Y como dice el refrán popular, “al caballo regalado no se le mira el diente”.
Ha habido intentos, desgraciadamente sin mucho seguimiento, de cambiar esta cultura. Algunos de los organismos de Seguridad Social han cambiado la nomenclatura: a los beneficiarios se les llama, desde hace algún tiempo, derechohabientes. Lo cual es mucho más preciso: la persona que asiste a los sistemas de Seguridad Social tiene derecho a lo que va a recibir, ya que esto está siendo pagado por sus aportaciones y por sus impuestos. Pero desgraciadamente no basta con cambiar un título: aunque es un hecho que ha cambiado mucho el trato en los sistemas de Seguridad Social, todavía se percibe con mucha facilidad que los funcionarios tratan a los derechohabientes con lo que algunos llaman rudeza innecesaria.
Y ahora que estamos cerca de una elección importante, por lo menos para la 4T, los grupos de servidores de la nación están llevando a cabo visitas domiciliarias a los beneficiarios de las pensiones por edad avanzada para convencerlos de que se necesita su voto para que esta aportación siga estando vigente. También hay quienes nos están convenciendo de que es el Gobierno quién nos está pagando las vacunas contra el coronavirus, y que por lo tanto debemos estar agradecidos. Cuando la verdad es que lo están haciendo con dinero de nuestros impuestos.
Repito: no es que esto sea algo nuevo. Durante la larga época de la dictadura perfecta, se siguió al dedillo la metáfora de Octavio Paz del ogro filantrópico. Aquel que te da bienes pero que te mantiene atemorizado por la posibilidad de quitártelos o de hacerte mucho mayor daño. Recientemente como parte de la defensa de la reforma energética, se rescató de las hemerotecas un discurso de Adolfo López Mateos, uno de los presidentes más querido, emanado del PRI. Y este discurso empezaba diciendo: “Mexicanos, les devuelvo la energía eléctrica”. Como si fuera él, en lo personal, con sus recursos, quien nos hiciera este beneficio. Lo cual, por otro lado, no era una gran ventaja. El costo de la electricidad en México era y en muchos casos sigue siendo uno de los más caros del mundo y sólo se le puede tener alguna medida de competitividad a base de los subsidios pagados con los impuestos de los contribuyentes. La misma historia, 62 años antes.
¿Hasta cuándo nos convenceremos de que el Gobierno sólo nos puede dar algo que nos ha quitado primero? ¿Hasta cuándo entenderemos que los impuestos los pagamos todos y no sólo los ricos y que, si a esas vamos, en proporción todos pagamos mucho más que los adinerados? Porque al final del día una parte muy importante la recaudación viene del consumidor final a través del impuesto del valor agregado. Viene de todos, de ricos y pobres. Y nadie nos está haciendo ningún favor con esos beneficios.
Nos hace falta entender lo que significa el concepto de mandatario, tanto el primer mandatario como todos los demás mandatarios que forman el Gobierno. Ellos son nuestros empleados, los elegimos para que usen nuestros recursos de la mejor manera posible. Y nosotros debemos dejar de considerarnos como beneficiarios. Somos en estricto sentido los mandantes y debemos de acostumbrarnos a exigir.
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