A pocos minutos del sismo, ya estaban corriendo hacia un edificio colapsado muchachos y muchachas, algunos con cascos, otros sin mayor preparación, para ver que se podía hacer. De camino fueron recogiendo cubetas, “decomisaron” tambores de basura y se pusieron a la faena. Ya después llegaría la Marina Armada, Policía, Ejercito, los expertos. Sin rechazar a los voluntarios, los incorporaron a las labores. Una coordinación que no venía de la disciplina ni del entrenamiento, sino de las ganas de ayudar y de los corazones generosos, tanto de los voluntarios como de los profesionales.
De un pequeño conjunto, donde viven varias familias de la tercera edad, un viejo se acercó al desastre. Finalmente, después de mucho insistir, le dijeron que no se requería más ayuda. El viejo regresó lentamente a su casa, arrastrando los pies. “¿Qué te dijeron?”, le preguntaron otros viejos. ”Nada”, respondió. “Que ya no hace falta más ayuda. Parece que lo mejor que podemos hacer los ancianos es no estorbar.” Y se veía apesadumbrado.
Desde el primer día, amas de casa y familias empezaron a llevar alimentos: sándwiches, tortas, tacos y hasta guisados. Sin orden, pero con una gran generosidad. Pronto les empezaron a decir que había suficiente, que lo llevaran a otros lugares. Y pronto se dieron cuenta de que en centros de acopio no recibían comida preparada. Al tercer día ya estaban ofreciendo su comida a los transeúntes. “Llévensela, por favor. Gratuitamente. Ayúdennos para que no tenga que tirarse,” les decían.
Los jóvenes son la gran noticia de este sismo. Se organizaron solos, se llamaron por las redes sociales, se animaban e impulsaban unos a otros. Nuestros queridos “Millenials”, a los que tanto critican: que si dispersos, que si distraídos, que si poco comprometidos, que si hiperactivos. Y lo saben, por supuesto. Pero ante el dolor ajeno, reaccionaron con una prontitud y una generosidad admirable. Que Dios bendiga a los Millenials. Su solidaridad con los desconocidos, su esfuerzo, su constancia en los rescates los hace ser parte importante de los héroes y heroínas de este sismo. Este viejo que lo relata ha oído a muchos mayores criticándolos. “¿Qué clase de hijos le estamos dejando a este mundo?”, decimos algunos. Ya no lo volveré a decir. Con hechos me he convencido de que el mundo estará en buenas manos. Son, de veras, nuestra esperanza. Ojalá la solidaridad siga siempre en sus corazones. Nunca cambien.
Pocas oportunidades tenemos para tratar con militares. Hay una división artificial entre la sociedad civil y los militares, como si no fueran nuestros muchachos y muchachas. En este sismo, me toco estar dentro de un acordonamiento militar. Su trato siempre respetuoso, afable, firme cuando se requiere. Y, sobre todo, tomando riesgos por la población. Su trato entre ellos, no muy distinto del que tienen entre los jóvenes de su edad. “Fíjate, güey, es para el otro lado”, le decía uno a otro. Como nuestros chicos y chicas de su edad. Siempre corteses al responder el saludo, siempre dispuestos a dejarle el paso a un viejo. Solo siento una cosa. En todos los momentos en que hablé con ellos, ni una sola vez me acordé de decirles: GRACIAS. Y vaya que se las merecen. Me hago el propósito de no volver a omitirlo. Merecen nuestro agradecimiento, nuestro apoyo. Y no hay que regateárselo.
En las noches, cuando siguen oyéndose las sirenas y el ruido de la maquinaria, este viejo que les escribe, piensa: “¿Por qué no fui yo? Cualquiera de los niños y jóvenes muertos valían más que yo. Ellos tenían la vida por delante. Podrían haber hecho muchísimo, y ya no lo harán.” Un gran misterio. Nuestros criterios humanos nos llevan a pensar en el valor de una vida en términos de lo que se puede hacer con ella. Y eso es muy cierto, en gran parte. Pero no del todo. ¿Qué mensaje hay aquí? ¿Es que me queda algo por dar, un pendiente por cumplir, algo por aportar? ¿Debo de seguir en búsqueda?
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