Ser ciudadano no es poca cosa. Nos parece algo normal, algo que cualquiera tiene, que siempre ha sido de este modo. Pero no es así. La ciudadanía y la democracia van de la mano. Porque una democracia no es verdadera mientras haya quienes no tienen el derecho a la ciudadanía plena y en concreto a votar y ser votado. Es decir, al sufragio universal.
La democracia griega, que se nos propone de modelo, era muy limitada. Para empezar, las mujeres no tenían derecho al voto. Además, una gran proporción de la población eran esclavos, sin derecho alguno. De modo que quienes votaban eran minoría.
Pero no vayamos tan lejos. En la primera mitad del siglo XX, en la mayoría de las naciones las mujeres no tenían derecho al voto. En América Latina, particularmente en Chile y México, no se les daba ese derecho porque gobiernos jacobinos tenían temor a la influencia del clero sobre las mujeres. El voto se limitó por razones raciales (Sudáfrica, por ejemplo), educativas (por ejemplo, a los analfabetas en muchos países), religiosas y hasta económicas. Y sigue ocurriendo, en menor escala, en el siglo XXI.
Puede decirse, como señala Macario Schettino, que la democracia tal como la conocemos, con sufragio universal, es un tema muy reciente y bien pudiera ser un experimento que falle, como ocurrió en Grecia y en la República Romana, donde esa democracia limitada duró un par de siglos.
En todo caso, si la democracia falla será porque los ciudadanos no le demos importancia a nuestra condición de electores, votantes y mandantes. Porque no le damos valor a esta condición. Fallará si no ejercemos este derecho o lo cedemos con facilidad a otros a cambio de dádivas o promesas. Ese es un gran peligro.
Cuando el llegar a la edad ciudadana lo vemos como el derecho a comprar tabaco y bebidas alcohólicas, a obtener licencia de conducir, a entrar a espectáculos para adultos, y no como la obligación de participar en la elección y vigilancia de los gobernantes, estamos demeritando este derecho a participar libre y responsablemente en la conducción de la nación.
Afortunadamente esto se va reduciendo, pero aún hay muchos que no ven el derecho a votar como una ventaja o una responsabilidad, sino como una molestia. Como los que les importa más si habrá ley seca el día de las elecciones que los temas en juego y los candidatos para darles cumplimiento.
La democracia, creo yo, está en peligro. No sólo por el populismo o el autoritarismo. No sólo por los abusos de la clase política. Está en peligro, principalmente, porque muchos no ejercemos nuestra función ciudadana. Nos parece la política como algo sucio y nos mantenemos cuidadosamente alejados de ella. Algunos, y me incluyo, nos sentimos orgullosos de ser apolíticos. Pero no se trata de que seamos parte de la casta política. Se trata de hacernos responsables de la conducción de la nación, desde nuestra función de electores y después de auditores del desempeño de los gobernantes. Somos insustituibles en esto. Es en ese sentido que debemos ser profundamente, apasionadamente, responsablemente políticos. Muy políticos. Aún más: muy ciudadanos. Que es todavía más valioso.
No podemos delegar esta función a los políticos. Aunque, seguramente, habrá algunos buenos políticos que nos puedan ayudar. Ni en los medios, aunque haya algunos imparciales y profundos. Tampoco a los intelectuales, que mucho pueden aportar pero que, frecuentemente, están lejos de la realidad. Está mucho en juego. Nuestra nación. El futuro de nuestros hijos. La paz, el desarrollo, el bienestar. Son tiempos de cambios. Hay que conducir el cambio; no dejar que nos lo impongan.
* Consultor de empresas. Académico del TEC de Monterrey. Ha colaborado como editorialista en diversos medios de comunicación como el Heraldo de México, El Universal, El Sol de México y Church Fórum
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