A raíz de un reciente reporte del INEGI coincidente con trabajos del Colegio de México y el estudio PERLA (Proyecto sobre Etnicidad y Raza en Latinoamérica), se hizo algún ruido en las redes sociales sobre el concepto de Pigmentocracia, propuesto por Susana Vargas y que tiene que ver con la relación entre el color de la piel y el poder, un aspecto de discriminación racial. No duró mucho el ruido: a pesar de que la mayoría dice que en México no hay discriminación racial, la verdad es que la misma está siempre presente y en gran medida oculta, pero muy real.
No es que sea nada nuevo. Todavía se puede ver en algunos museos la clasificación de castas que fue vigente durante 300 años de colonia. Todas ellas basadas en color de la piel y también en el origen de los progenitores. Con nombres tan conocidos como de mestizo, indio y mulato, así como otros extraños y hasta divertidos como el de cambujo, no te entiendo y saltapatras. Terminada la colonia todavía se conservó la nomenclatura por algún tiempo y hoy en día está en desuso. La terminología, pero no el concepto. El criterio es que hay razas superiores, generalmente las de piel más clara, y razas inferiores que son más inferiores entre mayor su pigmentación.
Y esto se refleja en las relaciones de trabajo, en el reparto del poder e incluso en las preferencias políticas. Por no hablar de lo que refleja la publicidad y los programas de televisión producidos en México. Los mencionados estudios demuestran que el número de personas con pigmentación oscura están menos representados en los niveles superiores de ingreso y de poder que aquellos de pigmentación clara.
Ante esto, Pedro Salazar Ugarte director del Centro de Investigaciones Jurídicas de la UNAM habla de que discriminamos sin darnos cuenta. Sería discutirse si efectivamente ya no nos damos cuenta de los discriminativos que somos. Lo cual, por cierto, sería aún más grave. Significaría que para nosotros la discriminación no tiene ninguna connotación negativa y que lo vemos como un hecho de la vida, como una ley natural contra lo cual no hay que oponerse. Lo que sería señal de que no pretendemos hacer nada para remediarlo.
No deja de ser contradictorio que en política exterior nuestro país se alinea contra aquellos países que tienen institucionalizada la discriminación racial, como ocurrió en su tiempo en Sudáfrica y sigue ocurriendo en cierta medida en otros países. Hacia el exterior, tomamos una posición políticamente correcta, pero hacia el interior no hacemos nada concreto al respecto. Y esa no es la única discriminación. No podemos negar la clarísima discriminación contra las mujeres, sobre todo en los ambientes de trabajo, tanto los aspectos de salario como en el acceso a las posiciones de mando. Por no mencionar la discriminación hacia las madres en edad laboral, a las que frecuentemente se les niega el empleo o se les limitan los tiempos necesarios para llevar a cabo sus labores maternales.
Hay otras discriminaciones. Hay un claro, aunque solapado, antisemitismo. La presunción generalizada de que los mexicanos judíos no son verdaderamente mexicanos, y atribuirles toda una serie de características negativas, por el solo hecho de tener origen y religión judía. En otras palabras, para una mayoría, ellos nunca serán como los mexicanos “auténticos”. Aunque los hechos y aportaciones de una gran parte de su comunidad en la ciencia, en los negocios, en la cultura y en la filantropía son verdaderamente notables. Otra discriminación, todavía más oculta, es la que ocurre contra los mexicanos de origen chino. Hasta hace poco, era muy difícil para un chino adquirir la nacionalidad mexicana, a diferencia de los oriundos de otros países. Y siempre estará ahí un negro episodio de historia mexicana, en el primer tercio del siglo pasado, donde hubo un auténtico genocidio de chinos en el norte del país, asesinados por el mero hecho de ser de origen chino sin importar el hecho de que muchos ya eran mexicanos por nacimiento. Nunca se ha pedido una disculpa formal a la comunidad de mexicanos de origen chino y algunos de los perpetradores o solapadores de estos crímenes contra la humanidad, tienen sus nombres en letras de oro en nuestras cámaras del Congreso de la Unión. Y la comunidad de mexicanos de origen chino prefiere no tratar este tema, por temor a empeorar su situación.
¿Habrá solución a estas circunstancias? Yo la veo lejana. Como en el caso de un adicto, el primer paso es reconocer que tenemos un problema. Y estamos muy lejanos de ello. Algunos, no muchos, reconocen los hechos, pero no proponen soluciones. Y es que las soluciones no son simples. En los Estados Unidos, donde se han establecido una serie de leyes contra la discriminación y de cuotas raciales, el tema no está resuelto de fondo. Y el mejor ejemplo es la reacción de una buena parte de su población ante las actitudes discriminatorias hacia los latinoamericanos y los mexicanos en especial, que ha propugnado abiertamente el Sr. Trump y que han sido seguidas por una parte importante de la ciudadanía. Entusiastamente. Sí, nos quejamos mucho de cómo tratan a nuestros connacionales, pero no vemos un problema en el modo como tratamos a los centroamericanos que tratan de cruzar nuestro país. Y el tema no tiene que ver necesariamente con el nivel socioeconómico. Si usted llega la Ciudad de México en un vuelo originado en Sudamérica y en particular en Colombia, es dirigido a una sala especial de migración y aduana donde el trato es particularmente riguroso, con la presunción de culpabilidad de quienes llegan al país y la obligación de demostrar lo contrario por quien está entrando en nuestra patria. Otra vez, esto es algo que raramente reconocerán los discriminados, por miedo a poner en riesgo su situación en el país.
El problema de fondo, probablemente, está en los individuos. El tema no está en el radar de las autoridades, de los partidos políticos, sólo muy escasamente en algunos medios académicos. Está totalmente fuera de las preocupaciones de la población. Y ahí es donde empieza la solución. El tema se resolverá cuando todos los mexicanos tengamos la convicción de que el racismo es algo contrario a la humanidad, de que debemos de luchar contra él, principalmente en nuestros corazones, en nuestros valores, en el trato que le damos a los demás. Y solo entonces, cuando nuestra población haya logrado un cambio, las leyes podrán reflejar lo que será la voluntad de la mayoría de la ciudadanía.
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