Al entrar al poder un nuevo gobernador, un presidente municipal o el ejecutivo federal, es muy posible que, después de un tiempo, los que lo eligieron ya no estén de acuerdo con los argumentos o las propuestas que en su momento hicieron que los eligieran.
¿Existe tal cosa como el derecho a estar equivocado? Bueno… tal vez deberíamos plantearlo al revés: tengo el derecho de equivocarme sin que los demás me estén discriminando constantemente por mi error. Sin que otros usen mis errores como un argumento para no tomar en cuenta mis opiniones. Sin que no permitan que se olvide mi falla. Sí, ese es un derecho que todos tenemos.
En la democracia, en la vida social, todos sin excepciones cometemos errores. Dejaríamos de ser humanos si dejáramos de cometer errores. De modo que aquellos que toman como argumento nuestras equivocaciones pasadas para decir que nuestras afirmaciones ya no son válidas, se están poniendo en el papel de jueces que, además, son infalibles. No faltaba más.
“¿Por qué se opone usted a tal o cual medida? ¿Dónde estaba usted cuando tales y cuales personajes estaban cometiendo tantas tropelías?” “¿No fue usted de los que votó por Peña Nieto o por Calderón? Usted no tiene derecho a criticar”.
Estos son argumentos que se escuchan prácticamente diario, cuando alguien trata de rebatir una propuesta política. Como si tuviera alguna validez esa lógica. Si fuera así, nadie podría opinar. Nadie podría proponer ideas, porque sólo los que nunca se han equivocado tendrían derecho a opinar. Por supuesto, puesto así el asunto es claro. Pero no es esa la actitud que ve uno en muchas redes sociales, en artículos y en discursos.
Otra variante es la de plantear que las mayorías nunca se equivocan. El pueblo siempre tiene la razón, dice el argumento. Como si no hubiéramos presenciado multitud de fallas y errores de la mayoría. Sólo por poner un ejemplo: ¿cuántas veces las mayorías, las fuerzas políticas y el pueblo mismo pidieron el regreso al poder de Antonio López de Santanna en el siglo XIX?
Este derecho es el fundamento de la tolerancia, una de las bases de una auténtica democracia. Y se aplica tanto a los demás como a nosotros mismos. Deberíamos tener una sana desconfianza de nuestras ideas políticas y sociales, recordando todas las veces que nos hemos equivocado. Y de la misma manera deberíamos reconocer que los demás se han equivocado por muchísimas razones. Fallamos por falta de información, por desconocimiento de la lógica, por permitir que nos influyan nuestros sentimientos y por otras muchas razones.
Al final, lo importante es evitar la falacia común de rechazar una propuesta según la persona que la propone. Por ejemplo: “la senadora Fulana estuvo en el bando equivocado en el periodo anterior”. Erró, por lo tanto, sus nuevos argumentos no son lógicos. El ciudadano Zutano no tomó el bando adecuado en las situaciones que se presentaron en la sociedad”. Por lo tanto, ya no podemos aceptar sus nuevas ideas. ¿Verdad que así ocurre?
De hecho, tendríamos que acostumbrarnos a analizar las propuestas y los argumentos por sus propios méritos, sin importar que quienes los proponen hayan estado equivocados en el pasado. Por otro lado, es incalculable la cantidad de buenas ideas que no se expresan o no son tomadas en cuenta simplemente por las características o el historial de quien las propone. Y no faltará el que no se atreva a proponer nada nuevo por temor a que le refrieguen en la cara sus errores del pasado.
Al entrar al poder un nuevo gobernador, un presidente municipal o el ejecutivo federal, es muy posible que, después de un tiempo, los que lo eligieron ya no estén de acuerdo con los argumentos o las propuestas que en su momento hicieron que los eligieran. Pero hay el temor de que los acusen de haberse equivocado. El temor, muy humano, de escuchar el ya conocidísimo “se los dije”. ¡Cuantos habrá que por no reconocer sus fallas y asumir el ridículo público de ser señalados como equivocados, ya no se atreven a expresar su disconformidad con aquellos que eligieron para sus puestos!
Por esta razón, en toda democracia sana, debe haber mecanismos para que el electorado pueda reconocer sus errores y poner remedio. Cuando se crea un ambiente de burla y desprecio por los que reconocen en público sus errores, se está yendo contra uno de los fundamentos de la democracia. El derecho a equivocarse sin ser atacado por ello, el derecho a remediar los errores y a tener mecanismos legales para poder dar marcha atrás, si eso se requiere. Nada se gana con atacar a los que cometieron errores políticos en elecciones. De nada sirve avergonzar a los 30 millones que “se dejaron engañar”. O recriminar a los muchísimos millones que escogieron en el pasado a dirigentes corruptos o ineptos.
Errar es de humanos, decía el viejo refrán latino: “Errare humanum est”. Esto se nos olvida y también se nos olvida el complemento de ese refrán: “Diabolicum perseverare”, es del diablo perseverar en ese error. Reconocer los propios errores debería verse como una señal de madurez y un motivo para apreciar a quien busca enmendarse.
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