No cabe duda de que uno de los problemas serios en nuestra sociedad y en este momento es la falta de unidad. Necesitamos construir unidad o, algo muy parecido, evitar la división social. Que no es lo mismo. La verdad, no estoy muy seguro del cómo. Si tuviera respuestas a este problema, probablemente no estaría yo acá escribiendo artículos: seguramente estaría vendiendo mi asesoría muy costosamente en nuestro país y probablemente en muchos otros más. Pero como ciudadano me parece que es importante que tratemos de encontrar, en conjunto, respuestas a este grave problema. De lo cual dependerá que podamos encontrar soluciones de largo plazo para nuestro país.
La primera duda es: ¿Podemos verdaderamente tener una unidad nacional? Más aún: ¿Realmente necesitamos algo así? En mi opinión, es ilusorio pensar en una unidad auténtica. Unidad de criterios, unidad de puntos de vista, unidad de ideas, son ideales que se han planteado algunos. Curiosamente, muchos de ellos han sido dictadores tratando de construir una unidad en torno a ellos, así como en los sistemas totalitarios que intentan lograr que no haya disidencia de ninguna manera.
Por aquí debemos de empezar: para que haya una auténtica democracia, no es necesario ni imprescindible una completa unidad entre la ciudadanía. Precisamente uno de los criterios más importantes de la democracia es que podemos funcionar aún sin concordar en todo, porque precisamente la democracia nos daría la mecánica para resolver pacíficamente nuestras diferencias de opinión. Y eso requiere unidad en cuanto a unos pocos conceptos básicos, y un respeto profundo por las diferencias en todos los demás aspectos. Y, por supuesto, otro concepto básico es que necesitamos construir un método de toma de decisiones sociales que permita a la ciudadanía operar, con la base de que nunca lograremos total unanimidad.
En nuestra situación actual no estamos encontrando en el país verdaderas acciones para construir un consenso en los puntos básicos de la vida democrática. Hay muchos, en todos los bandos políticos, dedicados con singular alegría a fomentar y promover la división. Los pocos que tratan de promover la unidad no pasan de dar sermones, más o menos piadosos, sobre las ventajas de la unidad, pero sin ofrecer propuestas concretas.
Más allá de la prédica, podría haber algunos caminos para enfrentar esta siembra de la guerra civil que estamos presenciando. Claramente, no hay soluciones fáciles ni mucho menos rápidas. Después de muchas décadas de estar tratando de dividir a los mexicanos, para muchos no hay otro camino más que convencer a otros de sus puntos de vista y, además, de arrinconar a quienes piensan diferente para expulsarlos de la vida pública, o al menos neutralizarlos.
Tendríamos que aprender a diferir, a debatir y también a acordar. Por lo que ve uno en la vida política, en los medios y en la conversación diaria entre los ciudadanos, no hemos aprendido a diferir sin ponerle una carga de violencia a nuestros argumentos. Nuestras argumentaciones casi siempre van acompañadas de insultos, descalificaciones, negaciones y la imposibilidad de que otro pudiera tener, al menos parcialmente, algo de razón. Creemos que el debate se gana cuando hemos aplastado al contrincante, al que opina diferente de nosotros.
Y esta carga violenta se magnifica, sobre todo, cuando viene de las autoridades. En muchas ocasiones nuestros mandatarios no se ponen en el papel de quienes deben equilibrar las diferencias de opiniones y lograr el mayor acuerdo posible. Probablemente encontremos aquí un paralelo en la definición de lo que significa la ley. Algunos definen la ley como el conjunto mínimo de regulaciones para la convivencia de la sociedad. Una buena legislación no trata de cubrir todos los casos posibles, no trata de dar todas las soluciones, sólo trata de cubrir lo necesario para que haya acuerdos en la sociedad. Y son precisamente esos mínimos, no sólo en lo legal sino también en lo social, lo político y lo económico a lo que debemos de aspirar. Así debería ser el rol de nuestros mandatarios.
Hay que crear, por otro lado, los mecanismos necesarios para que cuando se presente un conflicto entre los derechos y deberes, así como con esos mínimos necesarios para la convivencia, deberá haber mecanismos para resolver esas diferencias. Lo cual no es fácil de lograr, pero es fundamental.
Podríamos aprender de un ejemplo, ya un poco antiguo, de lo que ocurrió cuando en España, después de un régimen autoritario que duró algunas décadas, se dio el cambio democrático. Para que ese pacto funcionara, se buscó incluir a todos los sectores políticos y sociales, con una amnistía amplísima para aquellos grupos políticos que se les consideraba fuera de la ley, y se creó un conjunto de criterios a los que se les llamó “los pactos de la Moncloa”. Criterios que no eran perfectos, que no cubrían todos los temas necesarios, pero que permitieron avanzar en el camino de pasar de un sistema autoritario a un sistema democrático.
No tuvimos nada parecido en nuestra transición democrática en el año 2000, no lo tenemos en este momento, cuando una parte importante de la población votó por una transformación, y claramente ahí estamos atorados. Y me temo que, dados los argumentos que se escuchan de las diferentes facciones políticas, no veremos esto antes de las elecciones del 2024. Ojalá esté equivocado. Pero si logramos construir esos criterios mínimos en torno a los cuales haya unidad y que nos permitan administrar las discrepancias en la mayoría de los temas, aunque todo eso nos lleve del 2024 al 2030, habremos hecho una buena tarea.
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