La impunidad es uno de los grandes males que padecemos en México, y uno de los elementos que nos impide alcanzar una paz plena.
Una mala, pésima noticia, ocurrió a finales de la semana pasada. Alfonso Durazo, propuesto por López Obrador para Secretario de Seguridad, canceló los foros sobre la pacificación que se estaban llevando a cabo en diferentes Estados, alegando exceso de trabajo. O, según algunos medios, porque no resistió los ataques de víctimas o sus deudos que se presentaron en dichos foros en un plan francamente belicoso contra el futuro funcionario.
Esta es una pésima noticia. Probablemente, uno de los ingredientes necesarios, condición sine qua non para la paz, es el ataque a la impunidad. Y no solo para la paz: también para la reducción de delito y en particular para la eficacia del combate a la corrupción. El tema de la impunidad debería ser una prioridad nacional.
Es fácil acusar a jueces de la impunidad. Sobre todo, cuando un acusado ya ha sido condenado en los medios, sin pruebas suficientes, pero con una gran publicidad. También es fácil achacar el tema a la Reforma Penal de 2008, que debería haber entrado en vigor en 2016 y que fue muy deficientemente implementada, por muy diversas razones que exploraré en otro artículo. Mucho más difícil es reconocer que los Estados no asumieron su responsabilidad en el tema, que no se capacitó adecuadamente a las policías ni se les dotó del equipamiento necesario. Y otros muchos temas que no se resolvieron.
También es fácil achacar a las víctimas el tema porque no denuncian. De hecho, la mayoría no denuncian los delitos por el miedo, muy fundado, de represalias. Y la casi certeza de que aquellos ante quienes denuncian están coludidos con los agresores y los harán poner en riesgo. Una enorme desconfianza hacia las autoridades lleva a que tal vez solo uno de cada diez delitos llega a denunciarse. Y esto es una suposición: podría ser mucho menor la proporción de los delitos denunciados.
Pero hay un tema mucho más de fondo. Hay un clima generalizado de pequeñas y grandes impunidades. Algunos temas muy menores como tirar la basura, pasarse los semáforos, las pequeñas transas, el incumplimiento de contratos y otros miles de pequeñas trasgresiones de leyes y reglamentos que ocurren todos los días y que no son castigados.
No sólo no son castigados sino que, además, son muchas veces celebrados y presumidos por los trasgresores que se consideran listos y “abusados”. Hasta que alguno es víctima de una transgresión mayor y entonces espera justicia plena, completa y expedita. Y además a su gusto.
Claramente, no tenemos mucho aprecio por las leyes. El dicho “no robo ni mato”, parece ser la justificación de muchos que se sienten buenos ciudadanos. Cuando en realidad están diciendo: no robo demasiado. No mato sanguinariamente, pero mato con la calumnia, con el acoso sexual, con la discriminación, con la injusticia económica que mantiene a millones en la pobreza, que poco a poco mata a muchísimos.
No creo que se trate de más leyes. Sí, se trata de hacer cumplir la ley, algo que es mucho más complicado que promulgar leyes después de sesudos debates en los Congresos. Pero aún eso no basta. Se necesita que la población desee cumplir las leyes, todas y sin excepciones. Tener algo que posiblemente nunca hemos tenido: el pleno imperio de la Ley.
Si estamos dispuestos a seguir las leyes, podremos exigir su cumplimiento. De otro modo, seguirá la impunidad y no habrá paz. ¿Qué soy un iluso? Puede ser. Pero todavía nadie me ha mostrado otra solución factible.
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