Si no se ponen límites claros a las empresas de las redes sociales, terminarán siendo organizaciones con el poder de poner o quitar gobiernos.
El gran tema noticioso de principio de año, a nivel mundial, fue el asalto al Capitolio, el hogar del poder legislativo de los Estados Unidos. Por varias horas, la atención de la población de los Estados Unidos y la de los medios informativos estuvo centrada en esos acontecimientos, que causaron cinco muertos, algunas docenas de heridos y de arrestados.
No faltó quién dijo que Estados Unidos se está convirtiendo en una “república bananera” hecho que preocupó al ciudadano promedio de los Estados Unidos, acostumbrados a considerarse el paradigma de democracia y de respeto a la ley, una situación excepcional a nivel mundial según ellos.
El evento del pasado 6 de enero ha traído una gran cantidad de consecuencias. Sigue siendo posible la destitución del señor Trump, antes de que deje oficialmente su cargo. Lo cual, si ocurriera, le quitaría todas las prerrogativas y privilegios que tiene un ex presidente de los Estados Unidos, incluyendo una cantidad bastante importante de dinero libre de impuestos y la protección del Servicio Secreto de esa nación.
Un tema importante es el papel que jugaron las redes sociales en este asunto. La convocatoria de Trump a una marcha llamada “Salvar Estados Unidos” (Save America), ocurrió por medio de las redes sociales a las que Trump es tan afecto. La exhortación para marchar hacia el Capitolio fue hecha en directo por el presidente Trump y replicada en las redes sociales. En un momento se pensó que el asunto iba a repetirse en los congresos estatales. Al ver Trump que el asunto se salía de las manos, emitió un llamado en Twitter exhortando a sus partidarios a que regresaran todos a sus hogares, en paz. Cosa que no ocurrió hasta que se impuso un toque de queda y empezaron los arrestos.
A continuación las redes sociales, primeramente Twitter y después otras más, cancelaron su cuenta al presidente de los Estados Unidos, primero por unas horas y después hasta pasado el 20 de enero. Posteriormente Twitter anunció el cierre de 70,000 cuentas de partidarios de Donald Trump. Los mercados de valores tuvieron una reacción fuerte ante estas medidas: el precio de las acciones de Twitter cayó y se habló de la pérdida de valor por cientos o miles de millones de dólares
El tema provocó en la clase política mexicana una reacción contra las empresas que bloquearon al presidente de los Estados Unidos, acusándoles de ir en contra de la libertad de expresión y llamando a boicotearlas. Cosa extraña en nuestro país, que prohíbe a las iglesias tener propiedad de los medios de comunicación, prohibición que está en la Constitución y que no molesta a los liberales tan afectos a la libertad de expresión.
Creo que hay un punto a debatir. Y conste que no soy afecto ni al señor Trump ni a nuestra clase política. La respuesta de Twitter, Facebook y otros se basa en que los contratos que todos aceptamos al entrar a esas redes, les permiten a las compañías expulsar a sus usuarios si no cumplen con sus criterios. Por un lado, un contrato que va contra los derechos humanos, de origen es inválido. Pero, aún más, estas empresas asumen el papel de juez, papel que está poco claro en las leyes qué les permiten operar. Dado su inmenso tamaño, el poder que asumen es impresionante, tanto como el que mostraron en el caso de Donald Trump, por lo que no es poca cosa dejarles aún más poder.
Pero esto es sólo el ejemplo más notable. Los que seguimos estas redes vemos con alguna frecuencia las quejas de quienes han sido bloqueados por esas empresas, sin que haya un juicio y con pocas posibilidades de apelación. ¿Debemos dejar tanto poder a estas redes? Probablemente no es tampoco práctico quitarles la posibilidad de bloquear cuentas en casos muy definidos. Por ejemplo, como la apología del delito, incitación a la insurrección o a la violencia. Pero aún en esos casos, las causales deben ser muy claras y los mecanismos de apelación deben ser muy precisos. Ninguno de los dos extremos es deseable: ni hacer que estas compañías de redes se vuelvan el “Hermano Mayor” que defina cuando tenemos derecho de opinar ni, en el otro extremo, que no haya límites a los temas realmente delictivos, como la calumnia, la propaganda al delito, y otros similares.
Habría que desarrollar una legislación adecuada, tener jueces especializados en estos temas, pero sobre todo la figura de un ombudsperson, un procurador del usuario, elegido independientemente de la empresa, elegido por quienes utilizan esta red. Si no se ponen límites claros a estas empresas, dada su enorme penetración (miles de millones usuarios, en algunos casos) terminarán siendo organizaciones con el poder de poner o quitar gobiernos, estorbar la actuación de diversas instituciones y, probablemente más importante, actuando en contra del mejor interés de sus usuarios. Por otro lado, tampoco es deseable dejar al poder ejecutivo de los países, la potestad de decidir qué es libertad de opinión, por el riesgo de que ocurra lo que pasa en los países con gobiernos autoritarios. Y mucho menos, dejar el tema del procurador del usuario a los partidos políticos. Tema difícil, espinoso, que no se resolverá con boicots como algunos piden. Las próximas semanas y meses nos dirán cuál es el resultado.
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