Por siglos, hubo minorías que eran las únicas que influían y que nos pedían que, mediante nuestros votos, avaláramos sus visiones del futuro. Minorías que explicaban poco y nos manipulaban mucho.
El ambiente político y social se ha vuelto más cuestionador, más discutidor, mucho más agresivo sobre los temas que más interesan a la comunidad. Este elevado nivel de discusión, probablemente inédito en nuestra historia, ha demostrado que no sabemos discutir ni debatir. Demuestra, una vez más, que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Este intenso clima de confrontación ha hecho aflorar el hecho de que seguimos siendo una sociedad muy agresiva; que la cortesía tradicional de los mexicanos es, en muchos casos, un barniz muy delgado y que en mucho encubre una actitud totalmente opuesta a la empatía y el cariño que nos gusta mostrar. Que fácilmente, cuando nos faltan razones, caemos en el insulto personal.
La situación, sin embargo, tiene más de positivo que de negativo. Probablemente como nunca en nuestra historia, tenemos un intenso interés en los asuntos públicos. Tenemos una verdadera opinión pública, muy diferente de la opinión publicada que tenemos en los medios tradicionales, con su potencial de manipular las decisiones públicas, de convertirse en un cuarto poder con facultades por encima de las que la Constitución asigna a esos actores sociales. Esta capacidad de opinar se ha apoyado en las tecnologías de comunicación que ahora están al alcance casi de cualquiera, con decenas de millones de emisoras de información en manos de una ciudadanía ávida de ser escuchada y que no tenía los medios para hacerse oír.
Como es de esperarse, la gran mayoría no sabemos cómo usar este poder. Por siglos, hubo minorías que eran las únicas que influían y que nos pedían que, mediante nuestros votos, avaláramos sus visiones del futuro. Minorías que explicaban poco y nos manipulaban mucho. Que no nos enseñaban, sino que nos adoctrinaban. Que nos pedían avalar decisiones ya tomadas sin escuchar otras visiones, otros modos de ver la realidad. Y que, de un modo más descarado o más sutil, trataban como enemigos a los que no compartían sus posiciones políticas.
Nos toca debatir, cuestionar, proponer otras opciones y no sabemos hacerlo. Como niños que nunca jugamos porque solo unos pocos eran dueños del balón, ahora que nos lo dan no sabemos como se juega este juego de la participación ciudadana, no sabemos jugar la posición del mandante frente a los que hemos contratado como mandatarios, para que manden en nuestro nombre, con nuestros criterios y para nuestras necesidades.
Tenemos muchas carencias para influir, para proponer y para debatir. Al ver lo que se publica en las redes, destaca la falta desde elementos muy básicos como la ortografía y una redacción mínimamente comprensible hasta elementos más complejos como el sentido común, la lógica y el discernimiento. En los debates en redes, muchos que no tienen argumentos se basan en esos errores para descalificar a los contrincantes y con eso creen que ya demostraron que sus argumentos son los válidos. Sin darse cuenta de que un ciudadano formado en escuelas deficientes podría tener muchas y buenas ideas y si no las expresa bien es porque el sistema educativo nacional no le dio la mínima preparación. En uno de los cuentos de Giovanni Guareschi, el Cristo le dice al cura Don Camilo: “En política, atenerse a los errores gramaticales de un adversario es una gran porquería”. Y tiene toda la razón.
Una gran deficiencia en estas comunicaciones es que se olvida la necesidad de tener definiciones claras para que el debate puede ocurrir de manera significativa. Esto ya se indicaba en una reciente reunión con el propósito de debatir sobre la cartilla moral. En esta discusión se señaló que una gran parte del problema es que las propuestas no contienen definiciones claras. Y sin definiciones es prácticamente imposible tener algún diálogo.
Esto ocurre de muchas maneras. Si, por ejemplo, no definimos el alcance del concepto tolerancia, nos encontramos que mientras algunos entienden por tolerancia el aceptar que otros puedan tener opiniones diferentes, podría haber otros que considerarán que todos están obligados aceptar sin discusión todas las opiniones que reciban, aun aquellas en las que no estén de acuerdo. En consecuencia, todo el que tratará de sostener sus propias opiniones estaría siendo acusado de intolerante. ¿le suena familiar? O, por ejemplo, el término adulterio. Mientras algunos consideran que sólo hay adulterio cuando alguien casado se involucra en otra relación sexual estable, otros (Jesucristo, por ejemplo) dijo que, si alguno mira a la esposa de otro con deseo de tener relaciones con ella, ya cometió adulterio en su corazón. Otros más por ejemplo consideran que tener relaciones con prostitutas no constituye verdadero adulterio. Si quisiéramos tratar sobre el tema, tendríamos que partir de una definición clara; de otro modo no hay bases para dialogar.
Esto ocurre incluso en temas que debería ser tan precisos como la legislación. Una de las desgracias de nuestras leyes es que en muchos casos parte de estas se queda sin definiciones y se deja a criterio de quienes las tienen que poner en práctica su interpretación. Esa situación, que deja al árbitro de las autoridades la interpretación, ha sido la base de múltiples arbitrariedades y la raíz de buena parte de la corrupción. A este concepto se le llama discrecionalidad y es una de las fallas frecuentes de nuestro sistema legal. Las leyes deberían ser lo más precisas posible para evitar una arbitrariedad, que viene de la falta de definiciones.
En nuestra sociedad, en todos sus niveles, deberíamos acostumbrarnos a precisar las definiciones de los conceptos que se nos están proponiendo. En estas semanas se estuvo discutiendo el tema de si en nuestro país puede ser que haya desarrollo, aunque no haya crecimiento. Independientemente de lo discutible del tema, es claro que todo parte de una falta definiciones. ¿A qué le llamamos desarrollo? ¿Estamos hablando de tecnología, de mejora de la salud, de capacidad productiva, de competitividad internacional, calidad educativa u otros temas más? ¿Algunos conceptos más o algunos conceptos menos? Y cuando hablamos de crecimiento, ¿hablamos de producto interno bruto o de capacidad de producción, de mejora en la capacidad económica de la población, o de competitividad internacional, por ejemplo? Mientras no tengamos definiciones claras, la discusión podrá seguir eternamente.
Aparentemente suena como algo muy sofisticado. En los hechos, prácticamente cualquier persona puede negarse a aceptar alguna afirmación si no tiene claro como se define cada uno de los conceptos usados. Y sobre todo los que están haciendo un servicio a la población como comunicadores. Sí, requiere de una disciplina. Cada vez que debatimos o confrontamos ideas deberíamos empezar por pedir las definiciones de lo discutido y asegurarnos que todos los participantes estamos partiendo de la misma base. De otro modo, el debate no será fructífero. Lo convocó, amable lector, a desarrollar este hábito. No piense que, por estar pidiendo definiciones, se está presentando como alguien que no sabe todo lo que debería saber o de que no está a la altura de las circunstancias. Es un hecho, en este mundo permeado de relativismo, que muchos limitan o extienden abusivamente el alcance de las definiciones que utilizan en sus discusiones. No hay que caer en ese vicio.
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