Temblor sentimientos

32 años después… mismos sentimientos

Casi treinta y dos años después del catastrófico temblor de 1985, volvemos a tener un sismo, incluso un poco más potente y, afortunadamente, mucho menos destructivo. Son inevitables las comparaciones. Una población mucho más entrenada, que dejaron ordenadamente sus viviendas, conversaciones con mucho temor, pero con menos pánico entre los vecinos que desalojaron sus habitaciones, interrupciones menores de electricidad y restablecimiento bastante rápido de la energía eléctrica en la mayoría de las regiones, otra tecnología de comunicación móvil que hizo que la incomunicación no fuera un factor para el miedo e incertidumbre. Y un número de muertes sustancialmente menor de las que tuvimos en el 85, pero no por eso menos dolorosas.



El tema daría para muchos artículos. De alguna manera, nuestra sociedad actual es mucho más participativa y organizada, es con mucho más consciente de la necesidad estar comunicados, hechos que son resultado del trauma de aquel 1985. Otras cosas no cambian. La sociedad se organiza de otras nuevas maneras, sin esperar a las autoridades, para producir y canalizar ayuda a las regiones más castigadas. Y, con toda seguridad, volverá a ocurrir como en aquellos años que la ayuda procedente todo el país rápidamente sobrepase las necesidades y, por otro lado, que no faltará quienes vean en esto una oportunidad para enriquecerse. Todos creemos, y probablemente con razón, que el mexicano se ha vuelto más indiferente. Pero en todas ocasiones como estas, la generosidad del mexicano por los que no son sus conocidos inmediatos, ni sus familiares sino simplemente gente con necesidad se demuestra con hechos.

Soy testigo de un incidente muy menor. Un padre de familia, un hombre sus treinta estaba en un supermercado con su hijo de alrededor de siete años. El papá estaba en el departamento de productos para bebés comprando leche maternizada, pañales, mamilas, alimentos para bebés en conserva y mientras esto hacía, el hijo, con un juguete en la mano, le dijo que le echaran el coche. El papá, hombre racional, le dijo al niño: “Esta gente necesita de todo, lo ha perdido todo, tenemos que enviarle lo más necesario”. Claramente, el padre estaba adquiriendo cosas para llevar algún centro de acopio. El niño, tal vez mucho menos racional, ya no le pudo pedir al padre que llevará a ese juguete. Ni siquiera estoy seguro de que hubiera razonado lo que estaba pidiendo. Yo me quedé pensando en que ese muchachito estaba sintiendo como los niños que han sido víctimas de esta tragedia. Que perdieron su casa, que no tienen alimentos ni abrigo, pero que tal vez también perdieron para siempre alguna de sus posesiones más preciadas: el juguete preferido, su amigo y compañero en momentos de alegría como en momentos de tristeza. Lo han perdido todo. También su juguete. Eso que nosotros los viejos ya no recordamos y que no podemos apreciar lo que estamos lejos de su edad, de sus apegos y sus temores. En algunos años, ese niño no recordará unos días pasados sin alimentos suficientes. Tardará más en olvidar ese juguete que ya no tendrá, ese compañero de juegos, ese confidente.

Y sin querer volví a recordar esos tristes y agobiantes días del 85. Unas tres noches después, aún con grandes zonas sin electricidad, a veces sin agua, y con las noticias muy escasas sobre la suerte familiares y amigos, sabiendo de la gran cantidad de personas que todavía estaban enterradas y estaban tratando de rescatar, un grupo muy pequeño de niños y adultos nos reunimos para una oración en la noche. Todos pedíamos porque no volviera a temblar, porque pudieran rescatar a las personas enterradas, porque los recuperarán con bien. Un pequeño de siete años, cumplidos precisamente el día del temblor, tuvo una petición diferente. Él pidió porque las personas enterradas no tuvieran miedo. Ese niño a su corta edad estaba entendiendo uno los problemas más graves de esas personas que ya llevaban tres días sin ver la luz, sin saber si alguien nos está buscando, consumidos por un temor impresionante. De todo ese grupo que estaba en oración, sólo el pequeñín entendió que lo que más necesitaba la persona enterrada era no perder la esperanza. Que no se dejara vencer por el miedo.

Muchas veces los adultos, frente a situaciones límite, no nos damos cuenta de todas las implicaciones de estas tragedias. Usamos palabras frías como empatía, misericordia, compasión, solidaridad. Pero a veces los niños nos dan lecciones de ponernos verdaderamente en los zapatos de la víctima y viéndola tal vez desde otro ángulo, no desde el estrictamente racional, sino desde el ángulo el corazón.

Esta tragedia, estoy seguro, volverá a sacar a flote esta bondad innata del mexicano. Volveremos a aprender algunos nuestros valores más arraigados. Es una oportunidad para volver a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre nuestros principios. Aprender de esta situación y también aprender de los niños, todavía no contaminados con todas las miserias de esta sociedad y que están viviendo intuitivamente de algunos de los valores más importantes que siempre ha tenido nuestra nación.

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com


 

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