El bien común es una tendencia natural. Todos lo deseamos y lo entendemos como un beneficio general y, si cada uno lo goza, pues realmente los beneficios son parte de su vida, lógicamente vive feliz entre personas con las mismas circunstancias y entonces se eliminan las comparaciones o las envidias, cada uno está satisfecho y por lo tanto habrá paz.
Sin embargo, hay una herida interior en todos, y esta natural inclinación se pervirtió, de distintos modos, así se rompió la armonía y la paz. Esta es la realidad que nos acompaña y convivimos con ella. Somos testigos, e incluso, podemos resistirnos a aceptar el bien común, y cuando depende de cada uno vivirlo o compartirlo, lo ignoramos.
Hay distintos modos de concretar esta realidad e incluso obliga de diversos modos en las legislaciones. Cuando inició la propagación de la especie humana, el bien común estaba inmerso y claro en la conciencia. La distribución de los territorios era fácil y se podían elegir sin complicaciones porque no existían otros pobladores.
La dispersión y la propagación de la especie fue modificando ese derecho universal y aparecieron condiciones sujetas a la buena voluntad de las personas. Y a veces, esa buena voluntad ya no era tan clara e iniciaron intereses parti0culares que pudieron imponer quienes tenían más fuerza.
La precariedad de algunas personas, familias o pueblos no siempre tuvo su origen en la vagancia o en la pereza para aprovechar los bienes. A veces sí. Pero en demasiados casos se trataba de tierras desérticas o de desastres naturales. Aún en la actualidad somos testigos de esos males o de plagas y enfermedades. Desgraciadamente también por guerras para conseguir ganancias.
Siempre ha habido personas que ponen recursos e iniciativas para solucionar esos problemas.
En todos los casos está el trasfondo del cristianismo que nos da razón de esas realidades. Toda la humanidad proviene de unos mismos progenitores, todos somos hermanos y la Tierra es el lugar con todas las condiciones para nuestra propagación y subsistencia de esta gran, inmensa familia. Dios nos la preparó y nos señaló el papel de poblarla. Vendrá “al final de los tiempos” a pedir cuentas de nuestra gestión y a darnos lo que nos corresponde.
Además de calibrar nuestra ayuda mutua valorará nuestro modo de colaboración. El Papa Francisco lo concreta en muchos momentos y todos ellos hacen referencia a un corazón misericordioso. Un corazón así incluye comprensión: dolor por el sufrimiento -justo o injusto, responsable o no-, y actos caritativos para eliminarlo.
Pero todavía hay un detalle de finura en ese proceso. Quien recibe la ayuda ha de tener también un corazón misericordioso. Eso acarrea respuestas muy variadas y delicadas.
Para garantizar la realidad de la ayuda al necesitado, el sistema legal de los pueblos capitalistas ha diseñado distintos modos de llevarlo a cabo. Así se han concretado deberes en las legislaciones o en las Constituciones, como la filantropía o la asistencia social. Últimamente se plasma es proyectos de desarrollo social.
En los pueblos socialistas el sistema señala que los bienes son de todos, nadie cuenta con propiedad, el gobierno es el gran administrador y distribuye a todos de modo igualitario. Con estos dos sistemas se garantizan las ayudas sin depender de la sensibilidad de los ciudadanos.
Hay quienes critican la filantropía porque la consideran una manera de que los capitalistas presenten una cara humanitaria y muchas veces esas iniciativas les acarrean mayores ganancias, condonación de impuestos y buena imagen frente a los pobres.
Respecto a los programas sociales aportados desde el gobierno los consideran impersonales y burocráticos de modo que se cancelan los compromisos entre los miembros de las sociedades. Estas críticas son posibles pero la perfección del espíritu cristiano tampoco se puede imponer por decreto. En realidad, el espíritu cristiano se vive en las iniciativas de la Iglesia, como resultado de extender el amor de Dios por los pobres y necesitados.
También lo viven los católicos que prestan sus servicios de modo personal y desinteresado en los institutos de cualquier procedencia, pero con la finalidad de ayudar a resolver esos problemas sociales. Sin embargo, la intención que mueve a servir no es evaluable, es cuestión de conciencia.
Lo que sí ha de erradicarse es el lucro a partir de la precariedad humana. O la promoción de la buena imagen también a costa de las buenas obras. O peor: la promoción del gobierno que hace lo que le corresponde al resolver los problemas sociales y no impone dependencias.
De hecho, el mejor soporte de las buenas obras es la práctica de las virtudes; el amor al prójimo por Dios, la humildad, la abnegación, el espíritu de servicio, la constancia.
Al menos los filántropos y los servidores públicos las recrean. Los pueblos socialistas anulan el ejercicio de la libertad y las libres elecciones que posibilitan el ejercicio de las virtudes de los ciudadanos y matan sus iniciativas.
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