Amor y amistad

La empatía de la mente puede hacer un diseño de nuestras relaciones humanas para promover la mejora de todos y así, de manera natural, estas relaciones forjan la amistad.



En nuestro país podemos experimentar las consecuencias de un discurso maniqueo donde solamente hay dos posturas irreconciliables: los de mi bando y los demás. El maniqueísmo polariza: unos son buenos y los otros malos. No hay términos medios, pero obviamente mi bando es el de los buenos.

Con una mínima dosis de sinceridad nos damos cuenta de lo irreal de esta posición pues en nuestra vida sabemos que el bien y el mal conviven. Y cada día hemos de batallar para cultivar el bien y a veces lo logramos, otras veces no. Recapacitamos y con la experiencia adquirida volveremos a planear el quehacer hacia el bien, sin claudicar.

Esto deja también una huella de apertura en nuestra mente y en nuestro corazón. De este modo entendemos que en la vida de toda persona y en el desarrollo de todo grupo hay esta combinación. La tarea está en cultivar el bien, pero al menor descuido puede crecer lo malo.

Como esta realidad es para todos, podemos empatizar nuestra mente y nuestro corazón con el de los demás. La empatía del corazón es una de las manifestaciones del amor. La empatía de la mente puede hacer un diseño de nuestras relaciones humanas para promover la mejora de todos y así, de manera natural, estas relaciones forjan la amistad.

A partir de este planteamiento, podríamos afirmar que la amistad consiste en ayudar a los demás a ser mejores, y al ser mejores nos ayudan a mejorar. Esa es la esencia de la verdadera amistad. Cualquier otra relación, aunque sea muy íntima, si no logra una superación en todos no es verdadera amistad.

El amor y la amistad son dos caras de una misma moneda, pero con matices diferentes. Por ejemplo, en la relación entre un hombre y una mujer puede darse un auténtico amor por la existencia de un atractivo físico y espiritual, por el deseo de cuidarse, por la elección mutua prioritaria y firme. Ese amor existe, pero requiere de la amistad para facilitar la convivencia.

La amistad hace compartir, mediante una adecuada comunicación, los ideales, la experiencia diaria lograda o frustrada, el estado de ánimo, los éxitos y los fracasos, las dudas y las seguridades, la colaboración desinteresada y el desahogo. Sin embargo, esa experiencia aligera el alma y, de algún modo, nos libra del encerramiento o del empobrecimiento en la unilateral visión de las propias opiniones.

Otro ejemplo de la ayuda que presta la amistad puede observarse en la relación de un padre y su hijo. El padre se desvive por dar a su hijo le necesario: desde lo elemental hasta lo que le servirá para ser una persona de provecho. El hijo corresponde totalmente. Pero, si no hay ratos de conversación en los que cada uno abra su alma y se sientan comprendidos, falta la amistad.

Lo propio de la amistad es el encuentro de las almas y provoca una unión muy especial, indispensable para el desarrollo humano. La amistad humaniza, la falta de amistad deshumaniza. Una alegría compartida se expande, una tristeza compartida es menos dolorosa.

La verdadera amistad provoca la profunda comprensión y poco a poco forja una convivencia que es única pues cada persona es acogida como es, incluye las peculiaridades de ambos, y por eso, se comprenden y se estiman de manera única e insustituible.

La sociabilidad inclina a la excelencia en las relaciones, y la amistad lo concreta de manera única con cada persona. Y como la amistad verdadera busca el bien, se mejora la moral personal y la social. Por eso, los padres de familia influyen en la sociedad si cultivan la amistad con los de su casa. Los profesionistas desde su actividad amistosa elevan el entorno. Esta labor se espera especialmente de quienes más influyen: educadores, comunicadores, o quienes asumen algún tipo de autoridad.

Hay consecuencias sociales debidas a la práctica de la amistad y se nota en el deseo de ayudar a los más necesitados. Es una necesidad urgente de elevar a quienes tienen menos, pero esto debe hacerse con planes de larga duración para llegar a soluciones definitivas, o al menos que abran horizontes.

Incluso, el impulso a ayudar traspasa fronteras. Las ayudas se hacen de modo digno, no motivados sólo por la urgencia de las naciones ricas por forjar entornos más seguros. Los remedios deben distribuirse con la consideración del respeto a cada pueblo: sus modos de actuar, sus hábitos, su historia. Con estos cuidados los pueblos tampoco se sentirán humillados.

La apertura entre las naciones basada en relaciones amistosas donde se busque ganar – ganar, facilitan la resolución mutua de los problemas sin llegar a extremos que rompan la unidad y la paz. Postura apoyada en la confianza recíproca y en la aportación proporcionada a los respectivos recursos.

Pero aún se puede llegar a procurar el bien de pueblos con los que se han vivido antagonismos y que fomentan el recuerdo de los agravios. El alto espíritu que ocasiona la amistad en un pueblo que la practica puede deshacer la desconfianza y el afán vindicativo de los demás.

En estas ayudas generosas se puede palpar que el bien es difusivo y redime de las faltas cometidas en el pasado. Pero esto no sucede sin causa, y la causa es la amistad.

 

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