La complicación de lo descomplicado

La superficialidad aparentemente elimina problemas. En realidad, los agrava pues la persona disminuye su capacidad de pensar y por eso, desconoce la importancia de los hábitos buenos.



Generalmente uno de los incentivos para actuar está en las propias metas, pero también influyen los retos propuestos por otras personas a quienes admiramos y nos parece bien seguir su ejemplo.

También está el otro polo en el cual deseamos ahorrar esfuerzos. La clave de este propósito está en la respuesta a por qué buscamos ese ahorro. Si es para dedicarnos a otros asuntos importantes esto se justifica, pero si es para ya no hacer nada el plan es descabellado. La actividad bien empleada y con una buena finalidad es el día a día de toda persona.

La clave para tomar decisiones, de este tipo o de cualquier otro motivo, es ver cuál es la finalidad. Si es para reponer la salud y descansar, está bien. Si es para dedicar un tiempo a convivir con personas de nuestra familia o prestar algún servicio a otras, está bien. Si es para no hacer nada, está mal. El tiempo es un tesoro y debemos aprovecharlo.

Actualmente contamos con recursos estupendos para ahorrar esfuerzo; sin embargo, hemos de insistir en el por qué los adoptamos. La experiencia pone ante nosotros algunos resultados que no resultan edificantes. Por ejemplo, las redes de comunicación ahorran palabras y así cada vez perdemos la belleza del lenguaje. Y así también se empobrece el ejercicio del pensar.

Los mensajes son superficiales. La redacción es confusa cada quien entiende lo que le parece. Nada es profundo. Esta simplificación más pronto que tarde, acarreará problemas mucho más serios y estaremos más complicados.

No podemos degradar a la persona con la ley del mínimo esfuerzo. Tanta facilidad enmascara una desilusión respecto a la especie humana. Esta es una de tantas muestras del actual problema antropológico: no saber quiénes somos, no saber que nuestra misión es muy alta, no saber que cada uno tenemos el germen para realizar lo que somos. Es desconocer que los retos nos llaman a ser mejores.

No olvidemos que somos únicos e irrepetibles, pero no en soledad sino en compañía. Rodeados de los miembros de nuestra familia, que a su vez comparte con otras familias el hecho de ser miembros de una sociedad más extensa. Y en ella hace falta nuestra intervención para hacerla más habitable. De allí nuestra colaboración virtuosa. Excluirnos supone una descomplicación que complica nuestra vida y la de los demás. De momento parece que nos quitamos problemas, a la larga comprobamos lo contrario. Sin resolver las complejidades nos estancamos.

Las personas necesitamos de una educación informal dada en la familia y en el ambiente de una sociedad sana. Y de una educación formal donde el centro es cada persona. Parece perogrullada, pero da la impresión de haber olvidado lo esencial y hemos de recordarlo. La educación impulsa el desarrollo a la inteligencia y de la voluntad. Lleva a la persona a pensar bien y a querer realizar el bien y llevarlo a cabo.

La superficialidad aparentemente elimina problemas. En realidad, los agrava pues la persona disminuye su capacidad de pensar y por eso, desconoce la importancia de los hábitos buenos. Si la persona desconoce la realidad -quién es y el modo de mejorar su entorno-, si se refugia en la virtualidad tendrá una vida ficticia, fuera de lugar.

Estudiar, leer, conocer la realidad, dan una cultura para ubicarse e interactuar de la mejor manera con su entorno. Evitará caer en lo novedoso, en lo rápido, en lo fácil, en lo pasajero, en la información confusa. Sabrá explicar a los demás lo caótico de vivir así. Animará a los demás a ser más propositivos y a diseñar un futuro con proyección.

Nuestro mundo se ha enfocado al bienestar material, y ha olvidado la dimensión espiritual. Esto explica la ausencia de normas morales objetivas. Normas que respetan el orden inscrito en la naturaleza y benefician a todos. Sólo así entenderemos la importancia del orden, y evitaremos caer en una rebeldía supuestamente libre.

El orden moral realza nuestra naturaleza. Facilita la vida en sociedad, agiliza el orden dentro de ella y la misión de la humanidad. Pero ese orden es posible si cada persona aprende a ser virtuosa. Precisamente eso es la razón de la educación. Aspecto bastante olvidado. Se ha confundido con la sagacidad y la exaltación del ego.

Es necesario revalorar a las personas honestas, fieles, constantes, serviciales. Desgraciadamente la publicidad busca personas escandalosas para fomentar la curiosidad morbosa. La comunicación mediática difunde de infinitos modos los comportamientos delictivos. Hay infinitos recursos para mentir y animar a hacer el mal. Así se obtienen personalidades inmaduras que imitan esos estilos de vida superficiales y aparentemente felices. Con la ensoñación de alcanzar sus deseos de modo fácil y rápido.

El resultado es evidente, tenemos una generación emocionalmente vulnerable, con poca resistencia al esfuerzo y con escasas habilidades sociales. Esto ha de mover a poner recursos proporcionales para volver a la realidad. Ahora, la novedad es elegir un personaje de cuentos infantiles con quien nos identifiquemos. Así no hay matrimonios estables ni constancia en los trabajos. Se huye del compromiso, se busca entretenerse, jugar, permanecer en la infancia.

Hace falta serenidad para observar y conocer, para reflexionar e intervenir en la mejora de todos. Es necesario conocer las tendencias del entorno y valorarlas. Utilizar los avances tecnológicos como auxiliares, pero no como sustitutos de la mente humana ni como ordenadores de nuestra conducta. No podemos permitir que nuestra vida tome un rumbo sólo lleno de sensaciones y emociones.

La vida humana es un continuo reto, la tarea de cada uno es afrontar de la mejor manera los obstáculos para mejorar. Solamente así se consigue la felicidad. Lo descomplicado es una ilusión, un espejismo, nos desfigura.

 

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