Con la fina ironía del genio británico, Winston Churchill dijo: “La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.
El ser humano no es perfecto y en la organización social tampoco es posible lograr un sistema perfecto. Esto no ha de impedir los intentos para lograr los mejores resultados.
En la historia de la humanidad se han impuesto distintos sistemas de gobierno, propios del modo de vida, del nivel cultural y de los recursos conseguidos hasta ese momento. Poco a poco se adoptó la democracia, prácticamente en todas las naciones. Solamente las tiranías, que no son democráticas pero dicen serlo, se muestran como tal para causar buena opinión.
El sistema de gobierno democrático prácticamente arranca con la Revolución Francesa cuya finalidad era derrocar a la monarquía y con el grito de sus tres ideales: libertad, igualdad y fraternidad imprimieron el nuevo giro. Tres valores imprescindibles para el desarrollo de cada persona y de toda sociedad. Valores que en ese momento se reinterpretan: la libertad es absoluta ya no es la libertad de buscar el bien trascendente; la igualdad es total ya no distinguen lo esencial de lo accidental, y la fraternidad es un sentimiento etéreo ya no se funda en la donación del amor de Dios por cada uno y el deber de darlo a los demás del mismo modo como lo hemos recibido.
Así surge la democracia que magnifica la igualdad, por eso, el gobierno está en manos de todos. La libertad sin cortapisas ocasiona la falta de respeto a la tradición y el desprecio por las lecciones acumuladas en la historia de la humanidad. La fraternidad es palabra socorrida en los discursos, pero no en el trato cotidiano que supone el “buen corazón” de cada quien.
De la familia salen al mundo quienes la gobernarán y también el pueblo que participará en la toma de decisiones. Esta verdad interpela a todos los miembros que constituyen esta célula social. Es una responsabilidad que demanda actuar, aunque desgraciadamente, en nuestra patria nos quedamos a nivel de planteamientos generales. Ya es tiempo de asumir una presencia activa sin anonimato ni indiferencia. Entender que los resultados de las posturas sociales las propiciamos cada uno con el troquelado de la propia familia. En la familia no hay teorías sino hechos contundentes y dejan huella.
Carla Martell en su artículo del 2 de marzo pasado: “Unidos para proteger a la familia” daba los siguientes datos en donde queda clara la relevancia de las familias en nuestro país. Tenemos 30.2 millones de hogares familiares, señala el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), y Fernando Pliego investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) muestra en su estudio, aplicado a 16 países, que el 97.6% de los mexicanos consideran a la familia como muy importante.
Si es tan elevado el número de familias cuyos miembros la valoran hace falta que no queden estos datos en el papel sino que se capitalicen en la intervención social. Urge dejar los lamentos y aprovechar la plataforma de la propia familia.
En casa tenemos la oportunidad de comprender la igualdad, la libertad y la fraternidad de modo empírico genuino. En una familia normal la igualdad se vive entendiendo que padres e hijos son miembros de ese grupo y todos se mueven con la soltura propia de quien no duda ser uno de los dueños de todos los recursos y con la seguridad de poder allí satisfacer las necesidades. También comprendemos que hay diferencias porque hay reparto de bienes, no todo es de todos y si necesitamos algo que está asignado hemos de pedir permiso al dueño. Por lo tanto, descubrimos que hay igualdad en lo esencial pero no en lo accidental. Y cuando no lo entendemos, están los padres atentos para explicarlo. Surge espontáneo el respeto. Y así lo proyectaremos fuera de casa.
El respeto lleva a mantener una actitud de escucha, de entender que hay una variedad enorme de opiniones para resolver un problema, que aunque la democracia desea que todos coincidan, eso es utópico, si se da el consenso es ante muy pocos problemas, lo general es el disenso y se resuelve en el diálogo para elegir la mejor opción, que puede no ser la propia y no por ello se responde con enojo. La igualdad consiste en el derecho de todos a opinar, pero como la igualdad no es uniformidad saldrá la mejor. La uniformidad es propia de la tiranía. La influencia de nuestro hogar nos libra de tales confusiones.
La educación en y para el ejercicio de la libertad comienza con el interés de que seamos personas de bien. Los padres se desviven por enseñarlo a sus hijos, por manifestar su alegría cuando lo hacen bien, y cuando no muestran su desagrado, por eso reprenden ante la rebeldía o la mala conducta. Eso enseña que elegir lo bueno es bueno porque alegra a los progenitores. Más adelante, hay seguridad de que es mejor elegir el bien, de este modo se tienen bases para el verdadero ejercicio de la libertad.
Aunque en la vida social hay tantos estímulos que pueden desorientar, la huella de la verdad grabada en el alma siempre hace las veces de un recto juez que está alerta y busca el bien hacer. Es cierto que aparecerán presiones para actuar indebidamente, pero cuando se sabe discernir las dudas se esfuman. El bien es el bien, que no depende de la elección mayoritaria, sino de la coincidencia con los auténticos valores. Para asegurar las decisiones es imprescindible tener la seguridad de estar bien informado, de allí la grave responsabilidad de los comunicadores.
Sobre algunos temas, la democracia suele ser representativa. Es el caso de la votación para determinar leyes. Los ciudadanos eligen representantes que votan las leyes buscadas por el electorado y solamente así es genuina la representación. Si eso no sucede es el caso de apariencia de representación o de haberse cometido un fraude.
Por último, la fraternidad en casa se vive naturalmente, aunque hay circunstancias entre los hermanos que la ponen en crisis, entonces la intervención de los padres es fundamental. También las desavenencias de los cónyuges pueden zanjarse con la intervención de los hijos. En esos momentos todos aprenden y se dan cuenta de que hay muy diversas maneras de practicar la fraternidad. Con la experiencia de esos matices es más fácil descubrir el modo de ser fraterno con los miembros de la sociedad, asunto de gran importancia pero también de serias dificultades.
La conclusión ha de llevar a poner más interés en cuidar la propia familia y a enriquecer a los demás con los aprendizajes en el hogar. Urge que el 97.6 % de familias mexicanas hagan notar su influencia.
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