El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el recuerdo es otra manera de amar. La experiencia de una pérdida descubre un tipo de amor más sólido.
Hay momentos en los que, de manera natural, surgen algunas actividades. Uno de esos es el cierre de un año. Un año complicado es el 2021. Estamos cansados por haber dado muchas vueltas al asunto de la salud. Nos pareció demasiado lo que vivimos durante el 2020: encierro y resultó haberse prolongado el año siguiente y, ahora iniciaremos otro año con otra mutación del virus que parece estar presente y bien instalado como un inquilino advenedizo.
Y, la actividad lógica es hacer balance. Pero dadas las experiencias recogidas, el balance ha de ser propositivo y realista para diseñar un futuro más benéfico en lo personal y en lo social. De hecho, la experiencia vivida al cerrar el año pasado tenemos que aprovecharla. Ahora podemos tener más seguridad ante las agresiones de salud, pero estamos más desgastados.
Es un hecho innegable que a la sociedad le va como le va a la familia. Por eso podemos seguir la fórmula, inequívoca: familias sanas, sociedad sana; familias enfermas, sociedad enferma. Puede dar la impresión que tanto hablar de la familia es no querer afrontar directamente los problemas que son muy graves. La respuesta es tratar de resolverlos cuando nos llegan directamente, pero si no es así, pensar en la familia es ir a buscar las soluciones en la raíz.
Y promover que en cada familia el padre y la madre asuman sus responsabilidades. Unas vienen dadas por la naturaleza, otras por los acuerdos entre los progenitores. Cada vez es más evidente el impacto ocasionado por la ausencia física de él o de ella. También es muy grave estar, pero sin asumir las responsabilidades. Esto provoca enfermedades físicas y psíquicas. Gran parte de las deficiencias que se constatan en la sociedad son consecuencia de los desajustes en la vida familiar.
En un matrimonio bien constituido las cualidades físicas, psicológicas y espirituales de los cónyuges se complementan y facilitan la ayuda intrafamiliar, además del buen ejemplo para los hijos. Sin embargo, en la colaboración que prestan los adultos se requiere madurez, porque, por ejemplo, las diferencias de salarios, especialmente si la mujer gana más que el hombre, puede dar origen a comparaciones y a desavenencias.
Otro aspecto que influye en la afectividad de los hijos y evita rivalidades está en el modo como les manifiestan el cariño. Las preferencias exageradas y centradas en un solo hijo, hacen mucho daño a los demás. Por eso, es necesario atender a todos y como es imposible el trato uniformado, conviene tratarlos a todos, pero de acuerdo al peculiar modo de ser. Cuando esto sucede, cada hijo se sabe atendido en sus preferencias y ese sentimiento de plenitud deja de lado las comparaciones y las envidias.
La edad es otra variable. La maduración lleva su tiempo y varía en cada persona. Las comparaciones son funestas y también ocasionan envidia y rencor. Quienes crecen así tendrán problemas de adaptación con los compañeros de trabajo y, con frecuencia tratarán de desprestigiar a quienes destacan.
Hay familias que por distintas circunstancias viven en pobreza. En estos casos es indispensable la solidaridad entre ellos, y con ellos. Si la familia sufre unida es muy probable que más adelante cada miembro salga adelante, porque saben aprovechar al máximo lo poco. Pero si las relaciones intrafamiliares se deterioran debido al reclamo incomprensivo, la dispersión no tardará en llegar y más adelante los que triunfen disfrutarán sin pensar en los demás, pero con esa conducta labran la dureza de corazón.
Las enfermedades bien llevadas, ayudan siempre, si se aprende a consolar, a acompañar, a aliviar en la medida de lo posible. Al saber que hay momentos de fragilidad, las personas pueden descubrir su vocación para ayudar y estar cerca de los enfermos, y siempre crecerán en la sensibilidad para sacarlos adelante con oportunidad.
Es muy importante educar a los hijos, desde temprana edad, en la solidaridad con los enfermos. Una educación que aprende a ver la vulnerabilidad y la posibilidad de caer enfermo hace personas fuertes. Así desde la niñez o la juventud palpan el sufrimiento de los demás, o el suyo. También será más fácil entender a los demás cuando se enferman. E incluso sabrán cumplir con un trabajo importante, aunque se sientan mal.
También la enfermedad puede ser la antesala de la muerte. Si viven esa experiencia, entenderán el distinto modo de experimentar el duelo, de que es posible hacerlo compatible con el modo de seguir llevando a cabo las obligaciones cotidianas. Palpan el consuelo que da la fe y el amor a los demás. Aprenden a consolar y a entender que la vida continúa, aunque otro ya no esté.
El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el recuerdo es otra manera de amar. La experiencia de una pérdida descubre un tipo de amor más sólido. Esta experiencia puede aumentar la solidaridad de los vínculos familiares y entender el dolor de los demás. Aumentará la empatía con personas que sufren esa experiencia, aunque uno experimente alguna satisfacción por otros motivos.
Estas experiencias hacen a las personas más abiertas, más comprensivas, más respetuosas. Tienen más facilidad de olvidar lo suyo para abrirse al estado de ánimo de los demás. Una persona con esas cualidades es un miembro de familia mucho más capaz de sortear las dificultades propias de una convivencia íntima. Son personas capaces de alejar los deseos de exigir el respeto a su independencia y a su gratificación.
El dolor y el sufrimiento bien llevado forja el carácter y esas personas serán miembros positivos de su sociedad. Tendrán más capacidad de combinar sus responsabilidades familiares con las laborales y con las de la sociedad. Y, entenderán que los demás también tienen que lograr ese engranaje.
Forjar el carácter nos ayudará a afrontar las agresiones contra la salud que puedan presentarse en el futuro. Y la realidad de la enfermedad o de la muerte estará bien ubicada.
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