Pero los momentos pasan, pierden su contexto, su sentido y su oportunidad hasta que, como acontece hoy, el otro extremo se torna igualmente peligroso.
Desde los tiempos en que algunos filósofos pensaban que las mujeres teníamos alma colectiva, ideas cortas y cabellos largos, la apreciación maniquea del mundo merecía una enmienda que sólo podía partir de un movimiento brusco y radical, como el que emprendieron las primeras feministas.
La historia ha demostrado con creces que, cuando se arrastran atavismos de tal envergadura, sólo con actitudes firmes, acaso violentas en su discurso inicial, se logran los cambios que habrán de hacer acatar nuevamente al mundo los dictámenes de la naturaleza.
Pero los momentos pasan, pierden su contexto, su sentido y su oportunidad hasta que, como acontece hoy, el otro extremo se torna igualmente peligroso. Así, muchas distinguidas representantes femeninas, que quizá podrían redefinirse como de ideas largas y cabellos excesivamente cortos, han perdido de vista la trascendencia que tiene su misión en la tierra como los seres sexuados que indiscutiblemente son y decidieron emprender una burda imitación de lo que jamás serán.
Tal vez por eso, en un mundo en que tantas mujeres se asemejan a los hombres y salen al escenario social con disfraz, la presencia definidamente femenina de algunas ejecutivas valientes en su congruencia, cobran un valor especial. No cualquiera tiene la madurez de aceptarse esencial y única, de ser lo que es y, desde ahí, emprender el crecimiento personal hasta el infinito.
Entre tantas quimeras que se desmoronan aun con una brisa suave, yo quiero hacer una confesión: necesito a los hombres, convivo con ellos y decido con ellos. Me niego a pensar que el enemigo está en mi propio entorno vital y prefiero defender mis derechos pacífica y compartidamente con ellos.
Sé que los varones se equivocan –siempre yerra quien carga con su precaria humanidad– y no me cierro al conocimiento de que muchas realidades son injustas. Por eso disputo como mujer lo que ellos, como hombres, no están acostumbrados a darme.
Encuentro como razón que la sociedad no les enseñó a valorarnos y que todavía hoy, en el umbral del siglo XXI, muchas madres se regodean injustamente en servirlos como esclavas y en cimentar su educación en la dictadura que no contempla de ninguna manera el desempeño de tareas hogareñas y mucho menos la expresión franca de los sentimientos.
Pero la esperanza nos mantiene con vida. Tenemos espacios de diálogo, resquicios humanos para construir juntos, varones y mujeres, una cultura más digna, más social y más acogedora.
Si alguien me acusa de guiarme más por los sentimientos que por la razón, lo acepto sin miedo. Esa actitud me ha dado la ocasión invaluable de acercarme a los demás y de enriquecerme en ellos.
Muchas mujeres desfogan su rencor hacia esos que las han transformado en “objetos utilizables” revirtiendo los personajes de la obra. Conozco a varias. Esta vez, ellas ponen las reglas para usarlos.
Con lo bello que resulta el valor de la complementariedad… Con lo largo que resulta el camino cuando se pretende caminar individualmente.
Me pongo cursi cuando lo digo, pero aun así, me tomo la libertad de gritar con la voz más femenina que me es posible: ¡Vivan los hombres!
Me encantan los hombres viriles, me gusta trabajar con ellos y educo a tres en mi propia casa. Así de fácil, así de complejo y de paradójico. Así de natural y humano.
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