Fuerza del hombre caído, sólo eso. También erguido y fuerte, es capaz de llorar. Así, dice Sciacca, se vence en Waterloo.
Es miedo, un enorme horror de que los sentimientos la atrapen para siempre. O quizá el exceso de autosuficiencia le impide mostrase con la desnudez del hombre caído.
Tanto le dijeron que debía mantenerse serena, ecuánime, rígida ante el dolor… Hay que fingir la fortaleza y sufrir con una sonrisa. Siempre, siempre erguida.
Por eso, aprender a llorar fue para Margarita cuesta arriba. Cuando las lágrimas amenazaban, las manos se apretaban, las palabras salían con música de cajita y la sonrisa se hacía más convincente. Aquí no pasa nada, y si pasa, hay que actuar como en una función de teatro.
–¿Por qué? –se preguntaba–. ¿Por qué ante los demás tengo que ser como mi no ser?
¿Acaso las lágrimas son vergonzantes? ¿O es que tienen algo de chantaje, porque quien llora deja desprotegido al de enfrente?
“Si los hombres no lloran, las mujeres de este tiempo de liberación, tampoco”.
Pero los hechos rebasan la capacidad de Margarita y el cúmulo de angustias de proyectos de vida, que no fueron como ella ilusamente los delineó en la mente, explotaron por dentro hasta volverse agua.
–Ya soy humana.
Acaso no haya nada más angustiante que el vacío en que se convierte el llanto.
El agua de las lágrimas se evapora y, cuando se termina de llorar, queda una sensación de nada.
–La cantidad exacta y el momento justo. Ni chantaje, ni costumbre. Simplemente manifestación humana, humildad, sencillez, precariedad. Las lágrimas lavan el alma, decía Teresa, y era santa.
Hay que limpiarse también por dentro.
Margarita lo hace precisamente ahora. Ausencia y presencia se aúnan en dos simples y cotidianas gotas de agua.
Ahora se da cuenta de que la humildad, a fuerza de práctica, puede representarse en este todo que será nada. ¿Nada?
Fuerza del hombre caído, sólo eso. También erguido y fuerte, es capaz de llorar. Así, dice Sciacca, se vence en Waterloo.
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