El mundo que nos rodea está lleno de detalles que nos hablan del don, del regalo que es la vida.
Me detengo a mirar los pequeños azahares que penden de las ramas de un árbol joven, un tanto nostálgico, triste por la resequedad del suelo.
Me detengo a mirar la grandeza del cielo y de ese sol vibrante que apenas se asoma, como preludio, como obertura, como un canto al día que me invita a reinventar la vida.
Me detengo a leer una vez más, como ayer, como anteayer, como hace ya muchos días, los comentarios reiterativos de una noticia que nunca dejará de estrujarme, de desconcertarme.
Me detengo a oler el vaporcillo que desprende la acostumbrada taza de café que me estimula en las mañanas. Maravillas de la física, de la tecnología y de la vida.
Me detengo a verme a mí, con mis errores y con mis aciertos, azorada de mi respiración y de mis propios pensamientos.
Me detengo y pido, con el corazón y con la sangre, humildad para sorprenderme de la grandeza inconmensurable de vivir.
Ahí están los animales, incapaces de raciocinio.
Aquí y ahora estamos los hombres, capaces de sorprendernos, de asombrarnos ante lo maravilloso, porque somos sensibles.
Me detengo a pedir, entonces, entendimiento para mi pequeñez y capacidad de asombro, grandeza espiritual para seguirme preguntando, para sorprenderme ante ese regalo inmenso, inacabado, que es la vida.
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