¿Qué liderazgo moral puede haber en alguien que se vanagloria constantemente de no ser igual a los demás, por superioridad?
Da pena y tristeza ver a diario la apatía y la indolencia que han invadido a amplios sectores de la sociedad mexicana. Distintos grupos sociales son agredidos cotidianamente, bombardeados con calificativos denigrantes, amenazados y hostigados, en la opinión pública, en los medios de comunicación del Estado y algunos privados, especialmente en redes sociales, y hasta físicamente también, en la calle y a veces en reuniones privadas, por parte de quienes se dicen simpatizantes de la 4ª transformación. La agresividad de estos apoyadores varía; pero cada vez es menos sutil y cada vez se ejerce y se promueve con menos recato desde las esferas del poder. Más allá de lo atinado o equivocado de las políticas del actual gobierno en los distintos ámbitos de su competencia, el gran peligro que se cierne sobre nosotros es que estamos atestiguando a diario la construcción de un régimen autocrático y, peor aún, es que éste tiene como sustento la “autoridad moral” del autócrata.
A diario, el actual presidente de la República hace ostentación de su superioridad moral y no hay nadie que se la cuestione. Es sorprendente la poca capacidad de réplica o de interpelación que ha habido a los insultos presidenciales. Su capacidad de descalificación es inmensa; pero, en lugar de frenarse con la responsabilidad del poder, al contrario, la ha aumentado por la inerme oposición que percibe ante sus expresiones denigrantes. Dado que López Obrador reitera que el pueblo es bueno, es obvio que éstas van dirigidas a las élites o a los que él piensa que son o han sido grupos privilegiados. Sin embargo, su concepto de privilegio es muy amplio: no sólo se refiere a grandes empresarios, altos políticos o famosos intelectuales; ser universitario, ser profesionista, comerciante, pequeño o mediano empresario, viajar o dedicarse a la ciencia, al arte y al conocimiento, para él ya es pertenecer a un grupo de privilegio. Por ello es más sorprendente la poca reacción habida ante ese discurso y ante las políticas dirigidas contra esos segmentos sociales. Son gente pensante, con buena formación, entonces, ¿por qué ha sido tan débil su respuesta o tan fuerte su silencio? También es exagerada la condena moral del presidente en términos históricos: todo antes de mí fue malo y corrupto y por eso tengo derecho a destruirlo. Y nadie que participó de lo hecho o construido entonces levanta la voz, para decirle que eso que se hizo, esfuerzo de muchos mexicanos, sí servía y tenía cosas buenas. Y cuando lo llegan a hacer, es de forma tan débil que se oye poco y no incomoda al poder.
Esa poca o nula respuesta sólo puede tener dos explicaciones: la mala conciencia o el temor. La mala conciencia proviene de alguna parte de nuestras élites o grupos sociales con cierta preparación que sí han sido corruptos y han obtenido privilegios aplastando, engañado, y, a veces actuando por encima de la ley; y dado que han actuado incorrectamente, no quieren hacer ruido, y menos si el SAT y la Unidad de Inteligencia Financiera pueden fincarles cargos o congelarles sus cuentas. Pero hay muchos, la mayoría, que no están en ese supuesto. Si es así, por qué no levantan la voz. Tal vez el miedo es la respuesta.
Dado que no se ve a nadie en los actuales partidos de oposición que asuma ese papel y muy pocos en la sociedad civil, presenciamos la gradual destrucción de nuestra democracia. El autócrata se fortalece y nos endilga su autoritarismo moral todas las mañanas, donde nos instruye, con desparpajo, sobre quién es bueno y quién es malo, quien es decente e indecente, quien es ratero y quien es honrado… y lo dejamos. ¿No habrá nadie con la autoridad moral para responderle y contradecirlo con energía, con valentía, con argumentos inteligentes? Y si lo hay, ¿carecen entonces de autoridad moral o de valentía quienes deberían apoyar, impulsar y darle vía de expresión a ese liderazgo? Son preguntas que surgen quizá de la desesperación.
Lo más irónico y decepcionante del caso es que el autócrata no posee los atributos necesarios para gozar de la autoridad moral que presume. No posee el típico liderazgo moral de los históricos luchadores pacifistas tipo Gandhi, Mandela o Luther King. Sus reacciones son más del estilo Trump, o sea, la bravuconería: etiquetar, denigrar y poner apodos a los opositores o críticos. Incluso, si sólo difieren de una de sus decisiones y con argumentos serios, recibirán por respuesta una descalificación “moral”, personal, aunque el disidente tenga más autoridad moral que él. Ahí está Sicilia o los papás de niños enfermos. Díganme, ¿qué superioridad moral puede haber en un liderazgo así? Y lo dejamos… Lo peor es que después del insulto termina con el colofón de “no somos iguales”.
¿Qué liderazgo moral puede haber en alguien que se vanagloria constantemente de no ser igual a los demás, por superioridad? ¿Puede alguien dominado por la soberbia tener autoridad moral? La excesiva soberbia del autócrata además le cuesta al país: es incapaz de reconocer una equivocación y, por tanto, de corregir; y aunque sepa que se equivocó siempre le echará la culpa de ese error a otros, inclusive recurriendo a la mentira o a la calumnia. Ahí están los directores de hospitales o los consejeros del INE. Su falta de humildad impide que escuche a los que saben, porque siempre cree saber más, pese a los datos y evidencias, ¿es esa una actitud honesta?
Nuestro drama es que la autoridad moral que ostenta el presidente es falsa y, sin embargo, se está convirtiendo en el sustento de la concentración de poder más excesiva que hayamos vivido en décadas. Y nuestra tragedia es que la sociedad mexicana se lo está permitiendo, sin mover las manos, sin que haya siquiera alguien que lo encare. Las peores dictaduras ideológicas se basaron en la “autoridad moral” de sus líderes. Pudieron hacer las peores atrocidades porque, en cierto momento, convencieron a sus pueblos que la moral estaba de su lado.
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