Cuando las hojas bailan

Nada hay equiparable al calorcillo íntimo y distantemente nuestro con que nos da la bienvenida el hogar, después de esa danza amorfa a la que nos enfrenta la vida social en sus distintas manifestaciones en un día cualquiera.


Caleidoscopio de la vida 


Soy yo, una vez más, hoy sorprendida por el aroma de unas rosas rojas que despiertan perezosas a la luz y que llenan el ambiente de mensajes sin palabras.

Mi voz puede gritar con facilidad gato, perro, florero, lámpara, al amparo de los cinco sentidos, pero abstraer el significado de tiempo, de permanencia, de unión y comprensión reclama un ritual único en torno a esas flores silenciosas y elocuentes.

En este olor, en esta temperatura peculiar, se ha urdido una existencia prolongada, a veces consciente, a veces inconsciente, como sucede todo en la vida de los hombres.

Una vez más, soy yo, tan cargada de estorbos como todos los días: los tacones altos que se encargaron de hacer lento el paso de las horas; los aretes que no dejaron de rozar el cuello ni un instante; el reloj que aprisiona el pulso y el cerebro; ese saco elegante que me obligó a fingir sonrisas cuando el bochorno de mediodía me aconsejaba esconderlo en un cajón del escritorio, y la bolsa, ese ponderado y estorboso invento de un esquizofrénico, repleta de chucherías que sólo hacen falta cuando no están ahí.

Ahora soy yo, sin maquillaje y sin lastres.

Movido por el aroma y por el breve diálogo con las rosas, el espíritu exige nuevos platillos. Aprieto el rostro contra el cristal de la ventana, con la esperanza de vencer mi presbicia.

Un hecho cotidiano, que no coincide nunca con mis tiempos de furiosa actividad, empata con mis pensamientos en un segundo único y me lleva a tararear aquella canción infantil: En otoño, las hojitas de los árboles se caen, viene el viento y se las lleva y se ponen a bailar…

Me acuso, entonces, de haber sido una niña cursi, pero tengo una culpable para aminorar mis culpas: mi abuela, que además de sus cien kilos, cargaba una enorme dosis de ingenuidad y desinformación en torno al mundo, pero usaba el tiempo que le regalaba su pueblo, carente de todo, incluso de electricidad, para inventar tonadillas en torno a los hechos más comunes.

Entonces, hace ya mucho tiempo, yo era una pequeña carente de televisión, y ella era una anciana alegre, que no poseía nada más ni nada menos que su optimismo. El principio y el fin de la vida empataba en escenas que muchos niños de hoy se les antojaría miserables, por la profundidad de su pequeñez.

Hace ya mucho tiempo, yo no sabía que la proximidad de la muerte vive con los ancianos. Tampoco sabía que en el correr de los días, la vida nos inserta en un caleidoscopio, que multiplica las figuras y abrillanta los colores. Entonces, las cuentas del ábaco se movían poco. Hoy se han desequilibrado y son muchas más las que han pasado que las que faltan por moverse.

En el caleidoscopio de muchos valientes he visto la enfermedad y la muerte como una caricia que el Padre hace a sus hijos predilectos. Eso, tan inexplicable en apariencia, finalmente rinde sus frutos cuando menos lo esperamos.

Por eso muchos ancianos son tan sabios. Por eso, quienes advertimos la vejez en un arcoíris cada vez más al alcance de la mano, nos llenamos de urgencias, de metas, de propósitos y de convicciones. Queremos ser como ellos, queremos incluso superarlos, queremos llenar las manos, la inteligencia, el corazón y la vida, no importa cuánto dure.

Mi abuela decía que en otoño las hojitas de los árboles bailan con el viento. Hoy, cuando fui yo misma por unos momentos, vi caer una hoja en círculos que se repetían, hasta que decidió dormirse sobre la hierba. Entonces pensé en la frase evangélica: “Ni la hoja del árbol se mueve sin la voluntad de Dios”.

Todo lo que sucede tiene un porqué y un para qué. Finalmente no se contraponen las hojas que bailan con la voluntad que las mueve. Finalmente lo único que importa es la inocencia, la fe y la razón unidas en creer ambas cosas.

Y los ancianos lo saben muy bien, especialmente cuando tienen a quién querer tanto, con quién querer tanto, tanto con quién querer…

 

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