Aún recuerdo el 11 de febrero de 2013, cuando escuchamos la inédita noticia de la renuncia de Benedicto XVI, anuncio que hizo en un Consistorio Ordinario Público y pronunció en latín; razón por la cual la mayoría no entendió de forma inmediata lo que dijo: «…por esta razón, y muy consciente de la gravedad de este acto, con plena libertad declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro…».
Rosa Marta Abascal, entonces directora editorial de Yoinfluyo.com y hoy directora general, y un servidor decidimos que debía ir a cubrir el suceso de forma presencial a Roma, pues se trataba de un hecho que la Iglesia no vivía desde hacía siglos, prácticamente inédito.

Conservo vivo el olor de Roma y el ambiente entre los colegas periodistas: estaban quienes conocían a profundidad la vida en torno al Vaticano, llamados vaticanistas, y aquellos que, aunque creyentes, no dominábamos la vida social y, por qué no decirlo, hasta política e ideológica de los entornos vaticanos.
Aprendí mucho de los expertos a comprender esa dimensión temporal de nuestra Iglesia y, en ese contexto, tuve mi primer contacto cercano con un proceso de elección de un Papa.
El peso de la decisión empezó a sentirse en las reuniones llamadas congregaciones, en las que participaron los cardenales del Colegio Cardenalicio, quienes pasaron a elegir Papa en cuanto estuvieron todos.
En esas reuniones se hablaba mucho sobre la realidad de la Iglesia y sobre la necesidad de cambios importantes para acercarse aún más a este mundo complejo, mucho más mediatizado, en el que la posverdad y el relativismo son parte cotidiana de la vida; un mundo donde la polarización y la confrontación también invaden a las naciones. Pero, sobre todo, se hablaba de aquellos alejados del mensaje del Evangelio.

En esas congregaciones ya se escuchaba con fuerza la voz de quien después tomaría las riendas de la Iglesia. Como se dice, «en boca cerrada no entran comisiones»; así fue como, seguramente, a más de un cardenal se le abrió la mente y el corazón para ver en el cardenal Bergoglio a un hombre capaz de asumir tan importante reto.
Cuando un cardenal va a votar lo hace frente al fresco de Miguel Ángel que representa el Juicio Final, cargado de enorme simbolismo religioso y teológico: la presencia de Cristo como único Juez universal, la rendición de cuentas de nuestras decisiones, la guía del Espíritu Santo y, finalmente, la continuidad de la fe.
Recuerdo las veces que, como reporteros, nos acercábamos a la plaza de San Pedro a la hora citada para ver si aparecía humo blanco —afirmativo— o humo negro, es decir, aún no había decisión. Se sentía, si me lo permiten, una sensación de orfandad. Hasta que, en una noche fría y lluviosa, comenzó a salir humo blanco: ¡Habemus Papam! Ese momento fue tan emotivo que aún hoy, al recordarlo, brotan lágrimas en mis ojos.

Ese momento en que surge el humo blanco se convirtió, para mí y para la humanidad, en una enorme sorpresa y, siguiendo con lo inédito, dio como resultado un Papa de origen latinoamericano, de periferia, como él mismo dijo cuando salió al balcón ante todos: «Sabéis que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo… pero aquí estamos».
Hoy, 21 de abril de 2025, a 12 años y 39 días de su pontificado, ha fallecido un grande: Francisco I —y, ¿por qué no llamarle así, primero?—. Pensar que quien siga sus pasos podría sentirse inspirado a llamarse Francisco II sería maravilloso, como maravilloso será escuchar cualquier nombre.

Hay muchísimos apelativos que podríamos atribuir a Bergoglio —luego Francisco— y sería injusto tratar de mencionarlos todos, omitiendo muchos de ellos. Me centraré en lo que creo fue la razón por la que los cardenales, dejándose influenciar por el Espíritu Santo y guiándose por sus propias mociones, lo eligieron: vieron en él a un hombre de fe testimoniada; es decir, su vida misma era su propio magisterio. No había nada de lo que hablaba y predicaba que no hubiera hecho o vivido de forma cotidiana; predicaba con el ejemplo, lo que los católicos llamamos congruencia y fe viva.
¡Gracias, Francisco! ¡Eres un grande! Nos has dejado, con tu testimonio de vida, el mensaje más importante que un hombre puede legar a la humanidad: ser en primera persona otro Cristo, el mismo Cristo. Convertiste el mensaje del Evangelio en tu pensamiento y acción cotidianos y, por ello, la sencillez y la profundidad del amor de Dios llegaron a los demás a través de ti. ¡Gracias, Francisco! Te vamos a extrañar; ahora nos toca a nosotros decir: no te olvides de rezar por nosotros.
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