Los tanatólogos insisten en que tenemos que prepararnos para el fin de la vida, y tienen razón.
Yo, Nezahualcóyotl, lo pregunto: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? Sólo un poco aquí…
De los ojos verdosos y niños de Gaby, surge la pregunta humana que nunca termina, porque es un eco que reverbera en las gargantas infinitas de la precariedad que se sabe carne y huesos.
–¿Verdad que tú no te vas a morir?
¿Cómo explicarle a esa pequeña filósofa que empieza a navegar en unas aguas a las que todos somos arrojados desde nuestro primer llanto, que esa pregunta se la han hecho los legos y los estudiosos, los poderosos y los miserables, los intelectuales y los ignorantes desde que el hombre es hombre?
Tengo que decirle que todos vamos a morir. Todos, incluso ella, la recién estrenada cuestionadora.
Los ojos de nueve años de Gaby, tristes desde su estructura, se llenan de esa agua en la que todos navegamos indingentes, al tiempo que formula una defensa.
–Tú no estás tan viejita… mis abuelitos sí; pero tampoco quiero que se mueran.
¿Cómo decirle que la muerte no es un privilegio de los ancianos, aunque la ley de las probabilidades proponga lo contrario?
Nadie me habló de la muerte: mi intuición la hizo presente. Una presencia que trae ausencia, desde que mis abuelos se fueron para no volver. Nacimiento y muerte deambulan por la sangre en forma optimista o pesimista, según haya sido el momento del aprendizaje.
Sócrates, sabedor de su fin y estudioso de sus principios, se negó a posponer la ingestión de la cicuta, por más que sus amigos le pedían que se quedara un poco más con ellos. Sólo hubiera conseguido retardar lo inevitable.
Pongo mi mejor sonrisa y hago acopio de una seguridad que en el fondo no he logrado, para explicarle a Gaby que morir es normal y que lo importante es vivir plenamente para llegar al final con las manos llenas de obras buenas, de amor, de satisfacción por el buen uso que hicimos de esa libertad que, enorme como es, no nos alcanza para decidir cuándo y dónde nacer, cuándo y dónde morir.
Los tanatólogos insisten en que tenemos que prepararnos para el fin de la vida, y tienen razón. Si además de pasarnos algunas noches en vela pensando en la muerte, si además de temerla y respetarla, pensáramos en que este momento preciso, este aquí y ahora podría ser el último, alimentaríamos nuestra esperanza de que el tránsito del tiempo a la eternidad es, ciertamente, una idea lúgubre, pero estimulante; entretejida con la razón humana de un modo maravilloso.
Por supuesto, no puedo darle esas explicaciones a Gaby, por madura y precoz que sea. Pero aprovecho la ocasión y la invito al mercado a comprar adornos de la ofrenda que rendirá un culto festivo y multicolor, oloroso a incienso, a cempasúchil, a mole, a calabaza, a nuestros muertos. La llevo al Museo de Antropología para que vea y sienta que nuestra cultura prehispánica tenía en alta estima la muerte.
Quien diga que al educar los niños no nos educamos nosotros es un necio, tiene que ser un necio.
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