Cuando la higuera reverdezca…

Hoy 5 de febrero en México se festeja oficialmente a la Constitución.

Sin embargo –y por lo que a continuación explicaremos- esa es una fiesta postiza puesto que durante más de dos siglos el pueblo mexicano celebró con júbilo a quien fuera su primer santo: San Felipe de Jesús.

¿Quién no ha oído hablar de aquel travieso joven criollo con cara de niño que por su carácter inquieto tenía preocupados a sus padres?

Cada vez que Felipillo (así le llamaban cariñosamente) hacía una de las suyas, su madre doña Antonia Martínez se llevaba las manos a la cabeza exclamando:

-¡Qué Dios te haga un santo, Felipillo!

Al oír esto la negrita que cuidaba al travieso respondía:

-¿Felipillo santo? Felipillo será santo… ¡Cuando la higuera reverdezca!

La nana hacía alusión a una higuera seca que se hallaba en un rincón del jardín y que debía su triste condición porque ¡faltaba más! Felipillo la había quemado.

Felipillo creció y con el paso del tiempo subieron de tono sus travesuras.

Su padre, el acaudalado comerciante don Alonso de las Casas, deseando quizás no tanto que se corrigiese sino más bien quitárselo de encima decidió poner mar de por medio y enviarlo a las lejanas Islas Filipinas para que allí supervisase sus negocios.

Como era de esperarse, salió peor el remedio que la enfermedad ya que el Manila el joven criollo vivió una vida totalmente desordenada.

Mas he aquí que un feliz día la luz de la gracia, tocó su corazón y el joven decidió cambiar de vida, razón por la cual pidió ser admitido como fraile en un convento franciscano.

En el claustro, Felipillo, quien había cambiado su nombre por el de Felipe de Jesús, lleva una vida ejemplar que edifica a los presentes.

Sus superiores deciden enviarlo a Nueva España para que en su patria se ordene sacerdote.

En el trayecto una tempestad hace naufragar la embarcación yendo a parar a Japón en momentos en que el emperador ha decretado una feroz persecución contra los cristianos.

Fray Felipe de Jesús, junto con sus compañeros náufragos, es apresado, sometido a mil humillaciones y –finalmente- crucificado el 5 de febrero de 1597.

Y cuenta la tradición que a miles de kilómetros de distancia, en la Muy Noble y Leal Ciudad de México, la negrita, al ver como reverdecía la higuera, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Felipillo santo! ¡Felipillo santo!

La noticia llegó meses después a Nueva España confirmando que, efectivamente, Felipillo era santo porque había sido martirizado por causa de la Fe.

Pocos años después, viviendo aún su madre, Felipillo fue beatificado junto con sus demás compañeros de martirio.

Y siglos más tarde, en junio de 1862, era el Papa Pío IX quien canonizaba en Roma a los mártires del Japón.

El caso es que, desde que fue beatificado, Felipe de Jesús fue un personaje muy popular dentro del catolicismo mexicano y tan solo superado en veneración por la Virgen de Guadalupe.

Lamentablemente, políticos mafiosos venidos de otras latitudes impusieron a los liberales en el poder y éstos emprendieron una campaña sistemática en contra de la Iglesia.

En su furor anticatólico, los liberales se dedicaron a demoler conventos sacando de ellos a los religiosos que los habitaban, a desterrar obispos y –de manera muy especial- a robarse los bienes que la Iglesia tenía y con los cuales hacía grandes obras de caridad.

En medio de este furor que mucho tenía de diabólico, ni San Felipe de Jesús estuvo a salvo puesto que los liberales, deseando borrarlo de la memoria del pueblo, decretaron que el 5 de febrero se promulgase la Constitución de 1857.

Sesenta años después, los revolucionarios de Carranza repitieron lo que habían hecho los liberales de Juárez y fue así como el 5 de febrero de 1917 promulgaron en Querétaro la Constitución que actualmente nos rige.

No obstante, la veneración que el pueblo siente por su protomártir no ha desaparecido y prueba de ello es que, cada vez que llega el 5 de febrero, en la catedral de México tiene lugar una solemne ceremonia destinada a honrar a quien fuera el primer santo mexicano.

Una bella historia la de Felipillo. Una bella historia que nos recuerda como México aún no había cumplido un siglo como pueblo católico y ya se daba el lujo de enviar al Lejano Oriente al primer misionero: San Felipe de Jesús.

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