Generalmente, asociamos la palabra “viajar” con algo placentero, relacionado con unas buenas vacaciones. Puede ser un destino de playa para disfrutar del sol y el mar, un crucero, una escapada a la montaña para admirar paisajes con un lago en medio, o una ciudad llena de bellezas arquitectónicas, museos y buenos restaurantes. Otros prefieren destinos donde haya nieve para esquiar, o cualquier otro lugar que despierte su interés. También hay viajes motivados por razones distintas, como visitar a familiares y amigos que viven lejos, incluso en otros países, o viajar por negocios o salud. En general, estos son desplazamientos que realizamos libremente, de acuerdo con nuestros gustos, necesidades y posibilidades económicas.
Sin embargo, estamos viviendo una época en la que los viajes forzados son cada vez más frecuentes. Grandes cantidades de personas se ven obligadas a emigrar debido a condiciones económicas, sociales o políticas adversas en sus lugares de origen. En estos casos, los viajes dejan de ser una elección libre para convertirse en desplazamientos forzados, muchas veces en condiciones infrahumanas.
Por otro lado, hay quienes emigran sin estar sometidos a condiciones extremas, sino en busca de mejores oportunidades de vida. Razones como el trabajo, el clima, la salud o la cercanía con familiares y amigos los llevan a cambiar de país, y en estos casos, generalmente, la migración tiene un impacto positivo.
No obstante, cuando la emigración ocurre por necesidad y no por elección, el desenlace puede variar. En algunos casos, el resultado es positivo, pero en muchas ocasiones es dramáticamente negativo. Muchas personas llegan a su destino en condiciones irregulares, perseguidas por la justicia local y confinadas en refugios precarios o incluso en prisión. Con frecuencia, las familias son separadas, y lo más lamentable es que, después de innumerables sacrificios y altos costos, muchos terminan siendo deportados. Aunque algunos logran establecerse, la falta de regularización los deja en riesgo constante de repatriación, perdiendo todo lo que habían construido, como sucede actualmente con miles de compatriotas.
Esta es también una situación política compleja para los países receptores, que enfrentan dificultades para ofrecer oportunidades de subsistencia a todos los migrantes.
Lo más grave es que pocas veces se analiza a fondo la responsabilidad de los países que generan esta migración masiva. No han sido capaces de garantizar a sus ciudadanos condiciones económicas, sociales y políticas adecuadas para que puedan desarrollarse sin necesidad de emigrar. Es doloroso reconocer que México, a más de un siglo de la Revolución, no ha logrado construir un modelo que permita a su población prosperar sin verse forzada a buscar oportunidades en el extranjero.
La actual crisis migratoria es una llamada de atención que evidencia que los gobiernos emanados de la Revolución no hicieron lo necesario para fortalecer el desarrollo nacional. Más preocupante aún es que la llamada Cuarta Transformación, en lugar de impulsar caminos de progreso, ha optado por medidas populistas que, lejos de mejorar la situación, parecen estarla agravando. Si no se generan suficientes fuentes de empleo y estabilidad económica, será imposible frenar la emigración de mexicanos hacia Estados Unidos. Peor aún, México no estará en condiciones de reincorporar a los miles de connacionales que están siendo repatriados.
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