La ruta hacia la infelicidad mexicana

Han desaparecido, como consecuencia de la abrogación, la obligación de someterse a exámenes periódicos de evaluación docente, y otras obligaciones que antes marcaba la ley educativa.


Educación


Basta en realidad el sentido común para llegar a la misma conclusión a la que llega santo Tomás de Aquino en sus reflexiones en torno a la finalidad de la ley.

Empieza afirmando el doctor Angélico en la Suma Teológica que el bien supremo del hombre, su fin último, es la felicidad o bienaventuranza. Consecuentemente, la ley, cualquier ley, “debe ocuparse primariamente del orden de la bienaventuranza”, y más concretamente de la bienaventuranza común, por la relación estrecha que existe entre felicidad individual y felicidad común.

La felicidad de una sociedad consiste en que todos los individuos que la conforman sean felices. Todo aquello que reglamenta los actos individuales de los miembros de la sociedad, por lo tanto, sólo será auténtica ley si se ordena al bien común.

La ley, en una palabra, tiene su única razón de ser en la construcción del bien común, en hacer posible que la felicidad esté al alcance de todos los ciudadanos. Y como la felicidad individual solamente se alcanza en la práctica del bien, concluye Santo Tomás, respaldando a Aristóteles: “El propósito de todo legislador es hacer buenos a los ciudadanos”. Tal conclusión, a su vez, nos lleva a otra, no menos lógica: para cumplir ese cometido, o sea, para hacer del individuo un hombre bueno, la ley debe hacer que el individuo practique la virtud. O, lo que es lo mismo, que el ciudadano se acostumbre a hacer siempre el bien. En otras palabras, que el ciudadano actúe siempre, en toda circunstancia, a favor del bien común.

En ese marco, los actos propios de un legislador son básicamente tres: emitir leyes nuevas que garanticen la conversión del ciudadano en un hombre virtuoso/bueno/feliz, modificar aquellas partes de leyes existentes que estorben o debiliten tal conversión, o abrogar leyes que nunca hayan sido efectivas para lograr ese fin, o que hayan perdido su eficacia, sustituyéndolas a veces por otras que vaticinen máxima efectividad.

En el caso de la abrogación –tema de fondo de la presente reflexión–, y en el marco de la reciente abrogación por parte del actual Congreso de la Unión de la ley que regulaba la reforma de la educación llevada a cabo por el gobierno anterior, vale la pena hacer un par de reflexiones.

Hay leyes que imponen obligaciones, o sea imponen la realización de acciones concretas. Hay leyes que señalan límites o condiciones, o sea, indican concretamente la medida mínima o máxima del ejercicio individual de algún derecho y las condiciones en que éste puede ejercerse. Hay leyes que prohíben actos, o sea, señalan aquellas acciones que los individuos no deben realizar porque afectarían seriamente la edificación del bien común.

El hombre virtuoso/bueno, a los ojos de la ley, es el que cumple sus obligaciones, manteniéndose en los límites permitidos u observando las condiciones establecidas, y se abstiene de realizar aquello que perjudica al bien común.

Al abrogar una ley –y crear una nueva ley en la que se establezca exactamente lo contrario de lo abrogado–, lo que sucede es que las obligaciones abrogadas, los límites y condicionamientos cancelados, o las acciones que ya no están prohibidas se convierten en materia de criterio personal. El ciudadano actúa de acuerdo a la necesidad del momento, a su juicio individual o su capricho. Lo que antes obligaba ya no obliga; lo que antes limitaba, ya no lo hace; lo que antes no era permitido ahora ya lo es. El ser buen y virtuoso ciudadano, en ese contexto, ya no estriba en el cumplimiento de la obligación que antes existía, ni en mantenerse dentro de los límites que antes lo limitaban, ni en el abstenerse de hacer aquello que antes estaba prohibido. El bien común, en otras palabras, ya no depende de las obligaciones, ni de los límites ni de las prohibiciones abrogadas.

Ahora bien, hasta antes de la recientísima abrogación de las mencionadas reformas a la ley de educación, los legisladores y, creo, la mayoría de la ciudadanía, considerábamos que la obligación de que los maestros se sometieran a exámenes periódicos para evaluar su capacidad docente los convertiría en mejores maestros –buenos/virtuosos– y eso repercutiría en el bien común al tener niños mejor educados.

Se consideraba también que la prohibición de que los sindicatos de maestros fueran quienes otorgaran las plazas a sus agremiados estaba enmarcada en la necesidad, teniendo a la vista el bien común, de que fuera la autoridad educativa quien lo hiciera, utilizando criterios objetivos y procedimientos apegados a las necesidades educativas del país y no a las motivaciones sindicales. Han desaparecido, como consecuencia de la abrogación, la obligación de someterse a exámenes periódicos de evaluación docente, y otras obligaciones que antes marcaba la ley educativa. La prohibición de otorgar plazas con criterios sindicales, así como otras prohibiciones que estipulaba la ley, también han desaparecido.

Queda entonces preguntarse: ¿Abrogar la obligación de que los maestros se examinen hará de ellos mejores docentes –más buenos, virtuosos– y contribuirá al bien común de la nación? ¿Permitir que sean los sindicatos de maestros quienes otorguen las plazas docentes, quitando esa obligación a la autoridad educativa y desvinculándola de las necesidades educativas del país, producirá efectos benéficos en el bien común de la nación mexicana? ¿Tendremos los mexicanos más a nuestro alcance la felicidad al depositar la educación de nuestros hijos en maestros de los cuales no se podrá evaluar su capacidad docente, y cuyo nombramiento depende de su lealtad sindical más que de sus habilidades para enseñar y su bondad moral y su virtud?

Yo sospecho que será exactamente lo contrario. Pero para salir de dudas, me atrevo a hacer una respetuosa sugerencia.

¿No sería bueno hacer una prueba piloto de la efectividad –incremento del nivel de bondad/virtud/felicidad de la ciudadanía– de la reciente abrogación de las obligaciones y prohibiciones de la ley de educación? Para ello sugiero que al menos durante el resto del actual sexenio el hijo menor de AMLO, los hijos, nietos o bisnietos en edad escolar de los miembros del gabinete de AMLO, y los de todos los legisladores morenistas se sometan obligatoriamente a las habilidades docentes de los profesores miembros de la CNTE. Como parte de la misma prueba piloto se podría añadir, además, la prohibición de que durante el mismo periodo esos niños y jóvenes asistan a escuelas ajenas a la influencia de dicho sindicato.

¿Qué les parece?

 

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