El tema de la justicia legal suele dejar indiferente a la mayoría de los mexicanos. Se considera que los problemas particulares son de cada quien, aunque lo que se resuelva de algún modo nos pueda afectar. “Mientras a mí no me toque, mejor no me meto”, se opina. El interés aumenta cuando se trata de personajes relevantes, ya sea por su posición, cargo o fama. Así, solemos desentendernos del proceso legislativo, de cómo se hacen las leyes y de su contenido, olvidando que el desconocimiento de la ley vigente no nos exime de cumplirla. Lo mismo ocurre con las decisiones de los jueces, magistrados y ministros.
Durante muchos años, el tema del amparo tuvo la misma indiferencia, ya que sus efectos solo se aplicaban a quien lo promovía, incluso si había una violación de la Constitución o de las leyes. Existían dos momentos para recurrir a él: primero, cuando se aprobaba la ley, y segundo, cuando se aplicaba. Este último caso era más riesgoso, pues ya el proceso judicial estaba en marcha y defenderse no era tan fácil. Posteriormente, la legislación se modificó para que los efectos de un amparo firme beneficiaran a todos los mexicanos, lo cual obligaba a modificar la norma anulada por el amparo.
El hecho de que el amparo beneficiara solo a unos pocos no preocupaba a las autoridades, especialmente en temas fiscales, ya que el resto de los contribuyentes seguía pagando. Sin embargo, cuando el amparo beneficiaba a todos, esto sí afectaba al gobierno. Esto explica por qué la Cuarta Transformación, entre las regresiones que está implementando, regresó al antiguo sistema.
El desacato a un amparo o disposición judicial constituye un delito, pero pocas veces escuchamos que funcionarios públicos sean procesados por ello. Este delito se conoce como desacato.
Ahora bien, algo que solía ser raro ha cobrado relevancia porque los que han recurrido al amparo son precisamente los jueces, debido a la reforma del Poder Judicial de la Federación. Muchos de esos reclamos fueron presentados antes de la reforma, por lo que no se les puede aplicar el principio de que contra la Constitución no hay amparo. Muchos amparos ya están firmes, y la autoridad que debe cumplirlos es el Congreso y el Poder Ejecutivo, quienes presuntamente están en desacato al ignorarlos e incluso manifestar su decisión de no acatarlos. Quizás se sienten protegidos por el fuero de sus cargos.
El valor de una decisión de un juez es el mismo que el de un Tribunal Colegiado que la confirma o el de la Suprema Corte. Sin embargo, muchos de estos amparos han sido otorgados por jueces y pueden ser impugnados, pero los afectados no lo han hecho, cuando ésa debió ser la vía a seguir. Parecen sentirse impunes.
La Suprema Corte está analizando ahora la reforma constitucional en cuestión, lo que ha generado gran polémica, y ya existe una propuesta para rechazar algunas disposiciones. Para que esta propuesta sea válida, al menos ocho ministros deben aprobarla. Hasta ahora se sabe de tres votos incondicionales de ministras a favor de lo que dicta la 4T. Del resto, aunque se especula que podrían estar de acuerdo con algunas medidas, no hay certeza sobre el número ni sobre los puntos en los que coincidirían. La gran pregunta es: ¿qué pasará si la Corte invalida parcial o totalmente la reforma?
La Presidenta ha declarado que no acatará la resolución, alegando que la Corte no es competente para abordar el tema. El Congreso y el Constituyente Permanente están de acuerdo y, además, aprobaron rápidamente otra reforma constitucional para limitar las facultades de la Corte. Esta última reforma aún no está en discusión, aunque se busca aplicarla retroactivamente, rompiendo un principio de derecho. El simple hecho de haber enviado esta reforma implica un reconocimiento implícito de la facultad de la Corte para resolver el tema. El miedo no anda en burro.
Especialistas en la materia, incluidos algunos exministros de la Corte, señalan que, de no acatarse la resolución, además de que se cometería un delito por parte de la autoridad involucrada, se quebrantaría el Estado de Derecho, lo que es gravísimo, pues pone en duda la legitimidad de quienes ocupan los cargos afectados. Y de ser así, además de ampararse en el fuero, cuentan con el respaldo de las fuerzas militares, mientras que los Ministros carecen de medios para exigir el cumplimiento de lo acordado.
Estaríamos, tristemente, ante un sistema autoritario que rompe con el principio de la división de poderes, burlándose de la instancia que es, por definición, un Tribunal Constitucional. Ni al Ejecutivo ni al Legislativo les corresponde la interpretación de la Constitución y, en este caso, la reforma aprobada apresuradamente y con varios errores. Si las autoridades no cumplen con la ley ni con las decisiones judiciales, ¿qué pueden esperar los ciudadanos? Simplemente, quedaríamos a merced de la arbitrariedad.
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