Casi todas las mañanas (más de ciento cincuenta este año), el presidente la emprende contra sus monstruos.
Es de todos conocido el término síndrome de Estocolmo, que es la actitud positiva que adoptan, por ejemplo, quienes son secuestrados, retenidos contra su voluntad respecto de sus captores. Esta situación de solidaridad se puede dar por parte de la víctima al sentir que se deja de usar la violencia en su contra e interpretarla como un gesto de empatía del agresor a su situación. Hay casos como el muy conocido de Patty Hearst, que terminó colaborando con sus captores en el asalto a un banco.
Pasando ese síndrome a la política mexicana, sucede algo parecido con el presidente López Obrador y sus críticos y adversarios. Como se trata, por decirlo de una manera, de un golpeador, en el momento en que la violencia cesa hay un sentimiento de gratitud y alivio. Hay ejemplos muy claros. Como cuando de la mano de su hampón favorito, Manuel Bartlett, se aventaron un pleito con empresas extranjeras por unos gasoductos. Se dieron cuenta de que el pleito lo iban a perder, que no tenían la razón, que fueron arbitrarios e ignorantes. Pero claro, es el presidente y siempre hay manera de echarse para atrás. Y eso fue lo que sucedió. Y empezaron los comentarios: “qué buena señal”, “hay un cambio de actitud a favor de la iniciativa privada”, “respetó las inversiones y es un gran gesto de su parte, hay que reconocerlo” y cosas por el estilo. Entonces se supone que hay que agradecerle que arregle los desbarajustes que él y su gente hicieron. Si el problema lo hicieron ellos, ellos lo tenían que solucionar. Pero en fin, ahí están los gestos de agradecimiento por no pegarnos más.
Casi todas las mañanas (más de ciento cincuenta este año), el presidente la emprende contra sus monstruos: los conservadores, los periodistas, los medios de comunicación, los neoliberales, los fifís, los de la mafia del poder, los partidos de oposición, la gente que no piensa como él y los suyos. Al presidente le gusta polarizar, es lo suyo. Comanda un ejército de odiadores profesionales dispuestos a denostar a quien sea, a quien el señor señale cada mañana y a gritar loas y alabanzas a todo lo que él hace. El clima de pleito en el país es innegable y lo encabeza el presidente, que es el primer “buleador” de la nación. Así, con insultos, apodos y desprecio, López Obrador ha generado una retórica política desde el poder y aplasta a quien se le ponga enfrente. Entonces cuando hace un evento sobrio, como lo fue el del Grito –que dado su discurso y hasta sus características personales no tenía por qué ser de otra manera– salen a decir las víctimas de los insultos: “qué buen grito, qué incluyente”, “se ve que quiere gobernar para todos”, “estuvo en plan presidente todo el tiempo, fue respetuoso de las instituciones, qué alegría”, “no insultó a nadie en su mensaje. Aplausos”.
Soy de los que piensa que no se puede estar sin reconocer los avances, las medidas acertadas que tenga un gobierno; la oposición o la crítica no consisten en eso, pero también hay que llamar la atención para no caer en el intercambio de las cuentas de vidrio. Porque si el presidente se portó a la altura como dicen todos –lo que infiere no poner apodos, agresiones verbales o payasadas– es porque se dio cuenta que ese, y no el Informe, era su día en el que la gente se arremolina en torno a él y unirse con un grito y con un festejo. Qué bien que lo hizo como debe hacerlo un presidente del país y con su toque personal. Pero no tengan esperanzas, pronto regresará a lo suyo: el golpe, la patada, el cadenazo y el vituperio.
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