Chiapas y el padre Marcelo

La religión tiene mucho que ver para la construcción de una vida más digna en los pueblos, cuando la Iglesia se calla, sufre el pueblo, pero cuando se vuelve la voz de las víctimas, de los pobres, entonces se levanta el pueblo para que se construya la paz.

Marcelo Pérez

Todas las muertes por violencia en nuestro país son lamentables, sin embargo, hay algunas que resuenan con más fuerza como fue el caso del artero asesinato del párroco de Guadalupe en San Cristóbal de las Casas, Marcelo Pérez Pérez. 

Este asesinato repercute primero por la calidad de persona que fue el padre Marcelo, pues se trataba de un pastor comprometido con su comunidad, era un cura local pues pertenecía a los tzotziles. Por tanto, se trataba de alguien con un profundo conocimiento de las necesidades específicas de la gente de esa zona y además, con la suficiente valentía para levantar la voz. Se tienen grabadas sus palabras en medio de una manifestación sin precedentes realizada en septiembre que unió a las tres diócesis de Chiapas cuando dijo entre muchas otras cosas: “el pueblo se está levantando, la Iglesia se está levantando (…) ante esta avalancha de la violencia” que no sólo es combatida por las autoridades, sino que esa realidad es silenciada y negada. El párroco señaló que se ha agravado el desplazamiento de muchos habitantes en toda la zona por la presión de los grupos criminales y que varios religiosos más que están en peligro. Ese mismo día destacó la importancia de orar por los gobernantes, pero destacando la necesidad de que quienes tienen el poder lo ejerzan para proteger al pueblo. 

El uso de la palabra “pueblo” en labios del padre Marcelo cobra otra dimensión mucho más real y humana que la que se ha tratado de forzar en materia política, porque el sentido más profundo de “pueblo” reverbera cuando se habla del “pueblo de Dios”. Y por más que se quiera minimizar la importancia de la religión como camino para lograr la paz en cada comunidad, es innegable que sin un sentido trascendente que pase por el perdón, la conciliación y la caridad será una tarea imposible de lograr; pero reunir las condiciones materiales que la hagan posible son responsabilidad primordial de las autoridades. 

La actitud valiente y decidida del padre Marcelo fue destacada en el comunicado de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) como un ejemplo de su vocación en su dimensión de denuncia que es propia su ministerio, tan es así que con su muerte “se silencia una voz profética que incansablemente luchó por la paz con verdad y justicia en la región de Chiapas”. 

Se trata de una región cuya estabilidad y paz se han visto alteradas los últimos seis años de manera acelerada por el crimen organizado que se disputa de manera más descarada y frontal el control del territorio no sólo por las drogas, sino por los migrantes que se ha convertido en otro de sus “negocios”. Resulta pues doblemente doloroso que esas comunidades ya desde antes en situación de vulnerabilidad por cuestiones económicas y de aislamiento, hoy sean asoladas por los secuestros, los asesinatos y el desplazamiento forzoso entre otros males, que se acentúan por el innegable abandono de las autoridades locales y federales. 

Por ello, no causa sorpresa que la respuesta de la titular del Ejecutivo no se saliera ni un ápice del guion ante cualquier hecho de violencia que resuena más que los habituales: lamentar de manera superficial los hechos y prometer una investigación para dar con los responsables. Esa actitud lejana y hasta fría, según algunos, sí debe resaltarse porque quien se autodenomina cercana al pueblo y casi la intérprete única de la voluntad de ese pueblo, les da la espalda, no atiende al llamado de esas comunidades que en el imaginario colectivo representarían de manera más genuina al “pueblo”.

Como se dijo al principio, no se trata de que una vida valga más que otra; pero los vacíos que dejan ciertas muertes sí varían, y el asesinato del padre Marcelo deja uno muy grande para su familia, sus feligreses, para la diócesis de San Cristóbal y para la Iglesia de la que todos los bautizados somos parte. Y nos toca a todos, —los católicos especialmente pues nos mueve el ejemplo de este hermano en la fe—, llenar ese vacío siguiendo la vocación profética que inspira la denuncia de la injusticia, la violencia y el maltrato pues prevé los mayores males que se vivirán si no hace nada; pero también retomar esa voz que mueve a la reconciliación a través del perdón, del reconocimiento del don de la vida de cada uno y el trabajo entusiasta por la reconstrucción del tejido social. 

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