No sólo hijos se traen al mundo sino auténticos ciudadanos. No sólo seres que aman a su familia sino que también aman a su patria.
Hay frases que resultan sugerentes, cautivan. Laboratorios de humanización tiene esas características. Es una propuesta del Sumo Pontífice para mover a los miembros de cada familia a mejorar su entorno próximo y proyectarlo a la sociedad. Es un llamado a la responsabilidad con las generaciones futuras: ¿qué mundo queremos dejar?
Me parece que cada uno puede adoptar la idea y recrearla en sus circunstancias. Todos tenemos un entorno próximo: la familia. Un conjunto de familias forma un pueblo, un conjunto de pueblos una nación, un conjunto de naciones un mundo. Con estos antecedentes, respondemos a la pregunta; queremos dejar un mundo con familias.
Un laboratorio es un espacio instalado con un equipo propio donde los especialistas de diferentes campos hacen sus experimentos de índole técnica o científica, con el fin de conocer con certeza el modo de reaccionar de los elementos que investigan para aprovechar mejor las propiedades que encierran.
Humanizar es incidir en la formación de la persona para que muestre con vigor las características que le son propias, como la relacionalidad próxima con los miembros de la familia, y la relacionalidad extensa con quienes convive en las instituciones formativas, laborales o recreativas.
Cuidemos las familias porque son verdaderas promotoras de las mujeres y los hombres del mañana, son espacios para aprender a hacer buen uso de la libertad, por esto y más son centros de humanidad. Sin embargo, para que cada familia sea laboratorio de humanización, ha de contar con un determinado modo de proceder para fijar valores múltiples, dada la riqueza de cada ser humano. Valores que conforman una fisonomía especial en cada familia, que dan identidad y unen a los miembros que la conforman.
Valores de todo tipo: materiales como pueden ser los detalles de ornato o de utilización del mobiliario, y valores espirituales como son la salud, la celebración de las fiestas religiosas, los espacios de oración o el cultivo de algún modo de entretenimiento. Estos valores hacen que los hijos regresen al hogar paterno para celebrar lo que es costumbre familiar: la fiesta nacional, la fiesta del patrón del pueblo o la celebración de algún aniversario.
Todas estas costumbres enriquecen la identidad personal por los vínculos sociales que promueven: el amor patrio, las costumbres religiosas, el recuerdo de los próceres o de los antepasados. Por eso, desde la fundación de una familia, los progenitores han de conservar, no sólo en la memoria, sino con rituales los hechos significativos que han vivido de manera personal y comunitaria. Todo ello es un acervo que acompañará toda la vida y da consistencia al amor a las personas, a los sucesos.
Una familia que cuida esos detalles, aunque también tenga que superar problemas, forja personas sólidas, seguras, que saben conducir su temperamento y reconocer en esos rasgos la herencia característica de los miembros de su familia. Allí, por las misteriosas leyes de la herencia, se identifican los descendientes entre ellos y con sus ancestros.
Muchas veces los padres se preocupan por forjar para sus hijos un patrimonio material, que muchas veces, por distintas circunstancias no llega a disfrutar. Sin embargo, el patrimonio más importante y que siempre les llega es el de la huella moral del ejemplo que ven los hijos en el trato mutuo entre sus padres y luego en las relaciones que establecen con sus amigos y con otras personas.
El patrimonio moral es el más valioso y que siempre queda. Este patrimonio equipa a la siguiente generación, de modo que les hace personas centradas en la sociedad. Centradas quiere decir capaces de afrontar y resolver problemas. También capaces de descubrir y gozar con los beneficios que siempre aparecen. La herencia material puede perderse, la moral nunca.
Aunque cuando hay un patrimonio material hace falta formar a los herederos de modo que puedan disfrutar con sobriedad de ese beneficio e incluir el modo de compartir con otros lo que gratuitamente han recibido.
La fortaleza psíquica y moral de una nueva generación se debe a que las personas han experimentado la atención, el amor, el ámbito en donde encuentran seguridad y protección. Este entorno lo forjan los padres no sólo con la adquisición del lugar y el menaje, sino, sobre todo, con el cariño mutuo que encuentra en las relaciones de la madre y el padre, de la seguridad con la que se desempeñan en la casa y con la confianza y el apoyo que ven entre ellos.
Por eso, los padres han de fortalecer la unidad entre ellos, no sólo por sus beneficios sino porque las discrepancias graves entre padre y madre, llenan de inseguridad y de sufrimiento a los hijos. Y en el peor de los casos, es tal el sufrimiento que experimentan los hijos, que les puede llevar a huir de reproducir una experiencia así. Entonces cuando crezcan huirán de la idea de formar una familia.
Si esta experiencia se generaliza, la sociedad y las relaciones humanas se debilitarán. Se destruye el mundo con familias, meta que es ideal para las generaciones futuras.
Además de la confianza mutua entre los progenitores, para la conservación de la familia, es indispensable que compartan y asuman la autoridad correspondiente, y la vivan con la fortaleza propia de quien se siente responsable de que forjar a seres humanos tiene el claro obscuro de descubrir defectos y enseñar a extirparlos, así como cultivar las cualidades y enseñar a conservarlas.
Cuando se vislumbra la maravillosa trascendencia de la familia, cualquier sacrificio para fortalecerla surge de manera alegre y espontánea. No sólo hijos se traen al mundo sino auténticos ciudadanos. No sólo seres que aman a su familia, sino que también aman a su patria. Por lo pronto, a cuidar ese costoso, rico y valioso laboratorio que es la propia familia. No malbaratemos esa herencia.
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