El presidente López Obrador se ufana de decir que “su pecho no es bodega”. Esto como una manera de anunciar que no tiene por qué guardar secretos. Uno puede imaginar que parte de esa definición viene de su idea de la política y del servicio público (él es político y servidor público), en la que guardar secretos es malo. Uno no está para guardar secretos de nadie. Eso es malo. Quien tiene secretos algo esconde y si algo esconde es porque algo hizo y eso no está nada bien –pareciera pensar el presidente–. No importa si te tienen confianza y te revelan algo o si tu puesto está para discernir sobre hacer ciertas cosas públicas o no; lo importante eres tú, que no seas escudero de nadie, mucho menos tapadera. Si tu pecho no es bodega, nada podrán encontrar. La confianza es el recurso de los débiles, de los que han actuado con inmoralidad y por eso corren a guardar uno o varios secretos y han convertido su vida en algo clandestino y, peor aún, te quieren hacer copartícipe, cómplice de sus fechorías. Por eso el presidente López Obrador ha decidido salvarse él mismo de la porquería que abunda en la vida pública y revela lo que le viene en gana. Sobre todo, si se trata de sus adversarios.
Dicho esto, uno entiende la justificación presidencial cuando suelta la sopa sobre algún asunto. Personalmente creo que, en efecto, su pecho no es bodega. Creo que se trata de un gigantesco almacén de odio, de rencor, de ponzoña; un depósito de veneno, de amargura; una cueva de prejuicios y resentimientos. Y claro, de la abundancia de su pecho habla la boca y entonces el resultado que tenemos es una lengua viperina esparciendo cizaña y hiel a diestra y siniestra desde la sede presidencial. Como se sabe, el odio es un animal que hay que alimentar y nuestro presidente es insaciable en ese sentido. El presidente es un rencor vivo, como diría Pedro Páramo.
Cualquiera pensaría que ya a unos cuantos meses de concluir su mandato, con una alta calificación ciudadana sobre su desempeño en el cargo y con las encuestas favorables a su candidata unas semanas antes de las elecciones, el hombre estaría contento, satisfecho consigo mismo y haciendo algún tipo de planeación sobre los días de tranquilidad que se asoman en su vida. Nada de eso. López Obrador siempre desafía los marcos de la normalidad. Un sociópata nunca encaja en los marcos de la cordura. Así pues, se ha puesto a escarbar en los cajones de quien sea para encontrar la manera de contar una historia más de la perfidia de sus maledicentes. Una de ellas, tenía que ser mujer, es la señora Amparo Casar, que se ha dedicado los últimos años, desde la organización que dirige, a documentar y divulgar los actos de corrupción del gobierno lopezobradorista y, aún más allá, la supuesta corrupción de los hijos mayores del Presidente.
Quizá la señora Casar llegó a pensar que señalar a un presidente como el que tenemos era un ejercicio de sus derechos y una sana práctica democrática. A la mejor lo hizo para golpear al presidente donde le duele –o eso se podría suponer–. En cualquiera de las dos suposiciones, no creo que nadie esperara la respuesta del presidente. El nivel de bajeza del presidente ha sido asombroso. Fue a escarbar a una tragedia personal para exhibir a la señora Casar como corrupta al hacer uso ilegal –según él– de unos derechos que no le correspondían, como la pensión de viudez y el seguro de vida por la muerte de su marido. El presidente no tiene límite para la degradación. Echado para delante en las ofensivas mediáticas, ha puesto ya a circular una desgracia personal como tema de discusión pública para invalidar las investigaciones en contra de él y sus familiares.
Lo que estamos viendo no es lo último. El presidente López Obrador parece decidido a cobrarse todas y cada una de las afrentas que le tocaron en el ejercicio de la presidencia. Podemos ya empezar a atestiguar que lo suyo lo suyo, es la venganza.
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