En días pasados los medios informativos nos hicieron sabedores de un acontecimiento que, al menos yo, jamás había visto en nuestro país: tres figuras políticas de primera importancia en la actual coyuntura de la vida nacional se comprometieron a trabajar en favor de una causa prioritaria nacional a partir de un documento redactado por… ¡los obispos católicos! Durante años, a partir del triste drama de la Cristiada, era altamente dañino para la imagen de cualquier político mexicano ser visto en la cercanía de un templo católico, o interactuando con un miembro del clero. Cuando algún dignatario extranjero expresaba su deseo de visitar la Basílica de Guadalupe, los funcionarios mexicanos que acompañaban su comitiva se quedaban fuera del recinto sagrado. Se trataba, a los ojos de los políticos y de la gran mayoría ciudadana, de dos mundos paralelos y hasta antagónicos. Evidentemente los sucesos que han formado la historia reciente de nuestra nación han cambiado de modo muy significativo tal percepción. Y esto definitivamente obrará en favor del bien de todos. Poco a poco debe permear entre la ciudadanía y entre la clase política la sabia enseñanza del Papa Benedicto XVI: Estado e Iglesia son dos realidades distintas en su naturaleza, pero ambas están al servicio de la humanidad. La persona humana es la beneficiaria inmediata de una armónica colaboración mutua de ambas realidades. Hoy día vemos cómo hasta los partidos políticos que antes eran enemigos acérrimos asisten a las mismas reuniones políticas ondeando cada uno su bandera y sin insultarse unos a otros. Los une hoy una causa común, una tragedia nacional, pero sería ideal que los diferentes bandos se siguieran viendo bajo esa perspectiva después de que esta crisis termine. Porque los problemas que requieren este tipo de colaboración no escasean en esta tierra. La alianza actual de los partidos de oposición muy probablemente adolece de muchos puntos débiles, que en ciertos momentos la harán tambalear, y creo que todos anhelamos que así como ahora lograron unirse para buscar una solución a la tragedia actual, lo podrán hacer también en el futuro. Al país le urge percibirse a sí mismo de otro modo; de un modo capaz de realizar cosas que nunca antes había realizado, y de un modo que antes nunca había intentado. Y a esa urgencia se une otra: la de unirse los que hasta hoy han estado desunidos como condición para que las cosas se encaminen por mejores y más ambiciosos senderos.
El compromiso por la paz, el que recién firmaron los candidatos presidenciales invitados por los obispos, es y deberá ser el modelo de cómo debe construirse una base de la que partirán todos los demás esfuerzos que se hagan por un México distinto. El compromiso actual tiene un objetivo claro: la paz. Pero en el mismo documento firmado se establecen las condiciones de la paz. En primer lugar están unas reformas profundas que sean capaces de acercar a quienes hoy están separados por niveles socioeconómicos, por las diferencias sexuales, por regiones y tradiciones, por ideologías. Es que no hay posibilidad alguna de edificar unas estructuras que garanticen todo lo anterior si no se comprometen a ello, de forma unida, todos los sectores de la sociedad. Las encíclicas sociales de los sumos pontífices a partir de León XIII repiten tercamente esta verdad. Esta verdad, que debería ser algo de mero sentido común, que ni siquiera debería requerir ser propuesta ni explicada, es algo que o se nos había olvidado a causa de nuestro egoísmo, o alguien deliberadamente nos lo ha hecho olvidar de modo perverso, motivado por sus intereses particulares.
Todos esperamos que el contenido de este compromiso recién firmado por los candidatos no acabe sofocado por la novedad de tener firmas de políticos mexicanos estampadas al pie de un documento preparado por los obispos. O enterrado en algún rincón por la burocracia. O desviado hacia intereses nocivos por malos mexicanos.
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