Todo es pleito

No hay sorpresa, el sexenio va a terminar como empezó: a madrazos. Quizás al principio algunos tuvieron una tenue esperanza de una suerte de convivencia civilizada y democrática. Eso se derrumbó rápidamente. El presidente sacó su látigo y comenzó a fustigar a todo aquel que se la debía desde hace treinta años o más. El miedo comenzó entre los opositores: el presidente se siente justiciero, no un hombre de leyes; eso lo dejó claro desde el principio: la ley es un asunto de tramposos o de especialistas, o las dos cosas. Él vino al mundo, y en concreto a este país, habitado por el noble y leal pueblo de México, para hacer justicia histórica.

No hay afrenta que no haya cobrado. Lleno de una variedad de resentimientos, algunos de ellos verdaderamente sorprendentes, el hombre la emprendió contra quienes llegaron a este país hace quinientos años, contra países que tienen algunas piezas mexicanas –o anteriores a la fundación de la nación– de relevancia en sus museos. Exigió perdón por parte de la Iglesia católica y de los conquistadores de hace siglos; prometió escribir una nueva historia en la que, más que reivindicar causas, se trataría de exponer a los malvados, esos a los que él derrotó con el fervor popular.

Y claro, si eso pasaba a nivel histórico e internacional, a nivel local desató una persecución generalizada que incluyó una traición en el partido que militó hace décadas y encarceló a la mujer que se la hizo. Semanas antes de entrar al ejercicio del poder anunció el cierre de la obra del nuevo aeropuerto capitalino y, a partir de ahí, comenzó una destrucción que incluye centros educativos, guarderías infantiles, servicios de salud, reparto de medicinas, el manejo de los noticieros y hasta una persecución penal contra científicos. Toda institución ha pasado por el golpeteo y el sabotaje presidencial. Menos los militares, a quienes ha dedicado presupuesto, preferencias y una devoción propia de los gorilatos setenteros. Las instituciones electorales, el legislativo y, sobre todo, el judicial, han sido asediados con los insultos y amenazas del energúmeno de Palacio Nacional.

Este breve recuento de lo que ha sido el gobierno de López Obrador sirve para definirlo: se ha tratado de la gran bronca nacional. Por supuesto, los que han sido víctimas de las rabietas del poderoso parecen haber perdido el miedo y han mostrado ya un hartazgo ante el abuso y han comenzado a reaccionar. Si todo ha sido pleito y provocación, no extraña que ahora todo se dispute a gritos y golpes, pues esa ha sido la tónica del gobierno.

A unos meses de que acabe el gobierno podemos ver que el Tribunal Electoral se convirtió en un ring de luchas en lodo verdaderamente lamentable, que termina con la renuncia de quien se atrevió a desafiar a los servidores del gobierno. El nombramiento de una nueva ministra terminó en pleito en el Senado; la reelección de la fiscal en la CDMX fue impedida –con valentía y decisión por las fuerzas opositoras–; el Presidente anuncia su intención de terminar con órganos autónomos y de quitarle fideicomisos a los trabajadores del Poder Judicial. Y en un poblado del Estado de México, cansados de las extorsiones, los pobladores lincharon a varios criminales y hace unas semanas varios miembros de un cártel fueron ultimados por pobladores desesperados por la inacción gubernamental.

Todo es una bronca en este país. Es el estilo del Presidente.

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