Reflexionemos sobre las mujeres y el feminismo…
La percepción que de las mujeres tenemos los varones es siempre inquietante, siempre fascinante, siempre misteriosa, siempre nueva y antigua y no se reduce al eufemismo del “género”, sino a la naturaleza de las diferencias naturales de los sexos –“vive la différence”-, con todo lo que ello significa. Estas distinciones muestran la enorme complejidad de las percepciones que tenemos los hombres de las mujeres y también las mujeres de los hombres, así como del mundo que nos rodea y de la vida misma.
Estas diferencias entre el hombre y la mujer han sido y siguen siendo motivo de interpretaciones culturales, de discusiones académicas, de declaraciones públicas, de controversias jurídicas, de tratados internacionales, de declaraciones religiosas, de análisis antropológicos, sociológicos, filosóficos, etcétera. Se habla, hoy más que nunca de feminismo, como si todo el mundo supiera lo que significa este término y, por lo mismo, no me hago las ilusiones de que ese “todo el mundo” esté de acuerdo con lo que a continuación voy a decir.
Me explico: existe un tipo de feminismo, al que me atrevo a llamar positivo o respetuoso, que pretende definir a la mujer y que se refiere a la búsqueda incansable de la única igualdad que puede haber entre el hombre y la mujer, que es la igualdad que respeta a la mujer por lo que es: un ser humano igual en dignidad a cualquier otro ser humano, cualquiera que sea su condición, porque, absolutamente en todo lo demás, somos diferentes. En cada mujer (como en cada hombre) se debe reconocer una condición única e irrepetible por la que debe ser objeto de respeto y de admiración, y porque de cada mujer (como de cada hombre) no existe sino un solo ejemplar que es, además, un fin en sí mismo.
Pero también existe ese otro “feminismo”, el que es devastador porque atenta contra el ser mismo de la mujer como mujer y como ser humano. Es ese feminismo que describe a una mujer como alguien que “se libera del yugo patriarcal”, es decir, “de la esclavitud del varón que produce la absoluta liberación de la mujer”. Ese feminismo es, en realidad, un nuevo yugo que algunas mujeres, so pretexto de la liberación del supuesto yugo patriarcal, quieren imponerles a las mujeres de Occidente. A quien se reconoce como la autora de este movimiento es Simone de Beauvoir, compañera por algún tiempo de Jean Paul Sartre. Digo de Occidente porque, de lo que actualmente pasa en el Oriente Medio y en el Lejano Oriente en el que la mayoría de las mujeres sí sufren de discriminación y son realmente sometidas por el varón, guardan cómplice silencio.
Las feministas extremas no dicen, por ejemplo, ni una palabra de los machos musulmanes que practican la Sharia (o ley islámica) que les obliga, en pleno siglo XXI, a prohibir que las mujeres salgan solas, les impone el modo de vestir, les prohíbe trabajar, son objetos de intercambio, a la mayoría les imponen el marido desde que son niñas, etc. Tampoco hablan de los chinos que obligan en muchas ocasiones a abortar a las mujeres que son concebidas, sólo por ser mujeres. Ese es un feminicidio masivo del que no hablan las “feministas liberadas”, porque no les importa lo que pasa con las mujeres en el Oriente. En realidad, no les importa la mujer de ninguna parte del mundo. Lo que realmente les importa es acabar con la cultura judeo-cristiana de Occidente, que es nuestra herencia cultural más rica y la que ha logrado la verdadera igualdad de la mujer.
Muchos varones se adhieren a esta nueva ideología feminista, porque es “lo políticamente correcto”, sin darse cuenta de que están adoptando la ideología neomarxista de la nueva “lucha de clases”, escenificada por el feminismo radical, en el que el varón no es la complementación natural de la mujer por el amor, sino su enemigo. Esta nueva lucha destructiva de nuestra civilización, está magistralmente descrita en el libro de Alicia V. Rubio, Cuando nos prohibieron ser mujeres …y os persiguieron por ser hombres, Madrid, 2016.
Las feministas radicales (también llamadas feminazis) no son solamente enemigas acérrimas del varón por ser varón, son también enemigas de las mujeres que no piensan como ellas. Hay mujeres que deciden libremente dedicarse a las labores del hogar (a su marido y a sus hijos), pero son denigradas y discriminadas por esas que dicen luchar por los derechos de las mujeres. En varias ciudades de Estados Unidos se organiza cada año una marcha feminista, pero las “feministas” expulsan de sus manifestaciones a las mujeres que, por ejemplo, defienden la vida o la familia, o que no están de acuerdo con las consignas de la marcha.
La verdadera libertad de la mujer consiste en ser ella misma, es decir, ser capaz de brillar con luz propia, no con la luz engañosa del juego del poder ofrecido por el varón (o por las feministas radicales), pero que se desarrolla con las reglas del varón, resumido en la trampa perversa de las “cuotas de género” o, peor aún, en las de los “derechos sexuales y reproductivos”.
El verdadero poder de la mujer se encuentra en ser ella misma, en ser auténtica, y no el estereotipo construido por las feministas radicales y que se parece más al machismo que ellas supuestamente rechazan. El aborto, por ejemplo, es un discurso machista al uso entre feministas radicales. Nunca hablan ellas del hombre que ha embarazado a una mujer, ni de sus derechos, simplemente lo ignoran como si no existiera.
Es cierto que los hombres hemos hecho de este mundo un desastre y es por eso mismo que el mundo necesita del modo diferente de pensar, de hacer y de construir de las mujeres. Es necesario, para hacer un mundo mejor, que la mujer brille. Pero para que la mujer brille con esa luz que atrae y maravilla al hombre al mismo tiempo, tiene que ser consciente de su esencia luminosa, de ese que es su gran poder. Estoy hablando de una especie de feminismo amoroso. Ella es poseedora de lo que Ortega y Gasset llama la “sabiduría diferente”, que es capaz de completar el mundo a su manera. Generalmente, empero, la mujer no lo sabe. Hay que hacérselo saber, dice Ortega, porque de eso depende que ella pueda reconstruir una realidad que está incompleta.
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