Es sabido el gusto que tiene el presidente López Obrador por la plaza pública. Nada como la plaza para echar grito, arengar al pueblo, lanzar consignas y, por supuesto, nombrar a los enemigos del pueblo. Cuando hay mucho que arengar hay poco tiempo para pensar. Eso le gusta: la palabra incendiaria que provoca el grito de rechazo y repudio contra los malos del cuento, los causantes de tanta desgracia y tragedia. Esto, que fue clave en sus decenios de campaña lo es también desde la Presidencia y, a unos meses de terminar su mandato, le sigue funcionando, aunque sean él y su gobierno los causantes de tanta desgracia.
La plaza pública le funciona para ofender a sus adversarios, y para humillar a sus colaboradores que, por alguna razón, se han apartado, así sea de manera involuntaria, del camino que ha señalado el líder omnipotente. Y si de casualidad se llegan a salvar de la humillada, no estarán exentos de la ofensa, del agravio y la amenaza. Es el sello de la casa.
Cuando el líder deja que su gente compita por un puesto, él ya tiene un favorito y sabe que su decisión será aceptada y cualquier queja o resquemor será aniquilado con el fuego de un par de declaraciones: “No está con el pueblo”, “me equivoqué al pensar que era sincero”, “siempre fue conservador”, “lo cooptaron intereses”. Y en caso de aceptar de manera disciplinada la humillación, será premiada la persona con una mirada benevolente del padre de la transformación.
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A Omar García Harfuch lo dejaron hacer campaña, meterse en los medios, generar la percepción de que era el candidato, de que no importaba que lo criticaran los de adentro, que si salía arriba en las encuestas sería el candidato, que no importaba que el Presidente no lo quisiera, que su gente lo repudiara públicamente, lo importante era la opinión del pueblo y el pueblo tiene representante, como ya lo sabemos. Así que, a pesar de que Harfuch ganó de manera arrolladora –según las encuestas de Morena–, pues no será el candidato porque le toca a una mujer que sí le cae bien al Presidente y se acabó. Que don Omar se quede con sus 14 puntos y a ver de qué le sirven o en dónde los intercambia porque no hay centro de canje más allá del de Palacio.
Pero la señora Brugada no debe estar de plácemes. El juego de la humillación lo conocen todos en Morena y nada más esperan la hora de poder jugarlo del otro lado de la mesa. Así que el juego rudo del brugadismo contra “el policía” –como le nombraban a su compañero de partido– también le traerá costos. Por lo pronto, es de todos sabido que la señora no está ahí por su carisma ni por sus resultados ni nada de lo que sus propagandistas administrados por el actual gobierno de la CDMX anduvieron gritando desaforadamente. La señora perdió de manera rotunda. El pueblo la rechazó. Está ahí porque el presidente decidió que fuera en la CDMX la plaza en que se aplicara la regla de género y deshacerse del arribista policíaco. Brugada es candidata en contra de la opinión del pueblo, es una mujer a la que la persigue un fantasma de nombre Juanito (trácala electoral ideada por López Obrador para que Brugada gobernara Iztapalapa), que se le aparece en cada elección. Así, Harfuch quedó ofendido y Clara humillada.
Las elecciones de candidatos en Morena de eso se trataron: de humillar a unos y ofender a otros. Solamente Marcelo Ebrard, en su enorme y sorprendente capacidad para hacer el ridículo, se queda ahí humillado y ofendido.
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