El romance mexicano con la ilegalidad

Los estereotipos que nos representan a los mexicanos en Hollywood, nos muestran como personas de lo peor, pero ¿realmente somos así? o ¿por qué esa representación de nosotros?


Los estereotipos de mexicanos en el mundo


Durante muchos años, los “westerns”, también conocidos como “películas de vaqueros”, acostumbraron incluir en sus escenas a algunos personajes mexicanos. Se trataba, en su mayoría, de bandidos de mala catadura, abigeos y forajidos inclementes. Probablemente fue de esas películas de donde Donald Trump obtuvo su información sobre los mexicanos, aunque este comentario es irrelevante para la presente reflexión. Lo importante es reflexionar qué pudo haber causado que los directores de cine yanquis tuvieran esa impresión de los mexicanos. ¿Se trataba de un plan perverso del gobierno norteamericano, motivado por las rivalidades históricas entre los dos países, para hacer creer al mundo que así éramos? ¿O es que los estereotipos mexicanos de Hollywood eran realmente el reflejo de algo que los norteamericanos, o cualquier otro extranjero, veían en nuestro pueblo? ¿Somos los mexicanos, así como nos pintan: bandidos, pillos, ladrones, transas, ladinos, inmorales, ¿desdeñosos de la ley?

El simple pensar que alguien piense que sí somos de ese modo nos hace respingar. Odiamos cordialmente a Donald Trump por haber basado su campaña electoral en tal afirmación. Pero, aunque nos duela reconocerlo, no podemos negar que algo de eso sí parece estar presente en el gen mexicano. La ley, y lo que ella significa de invitación al orden y el bienestar común, de respeto a las instituciones y a los demás, no parece estar en los primeros lugares de la jerarquía moral mexicana. Estos últimos días han puesto en evidencia una realidad que aunque convertida por las circunstancias en novedoso tema mediático, es en realidad un secreto a voces: la ilegalidad, el despreciar la ley voluntariamente, es algo que atraviesa transversalmente todos los sectores de nuestra sociedad. El asunto del huachicoleo, que para muchos parecía ser exclusivo de pequeños grupos campesinos, quedó evidenciado como una actividad que no conoce de clases sociales ni de niveles laborales. Tanto huachicolea un campesino hidalguense como los funcionarios que ocupan los puestos más elevados de Pemex. Mas –¡ay!– lamentablemente este desdén por la ley –y, consecuentemente, por la moralidad– no es exclusivo de un puñado de campesinos empobrecidos (como se afirma que eran muchos de quienes estaban en el pillaje de Tlahuelilpan). En días pasados circularon en las redes sociales varios videos donde se ve a grandes grupos de compatriotas saqueando descaradamente comercios o haciendo rapiña de la carga de vehículos accidentados en la carretera. La “mordida” es una institución a la que nada más falta que se le reconozca como instrumento privilegiado y éticamente válido de interacción social. La ley, como dicen por ahí, se hace para ser desobedecida, transgredida. La vida social únicamente se mueve cuando la ley no se acata. Los bribones –como narran muchos corridos– son incluso alabados y tomados como modelo. La capacidad de saltarse la ley a la torera es causa de popularidad y fama.

De esto es testimonio una de las últimas decisiones del presidente López. Todos los gobiernos del mundo que se precian de operar democrática y transparentemente han establecido normas estrictas para la contratación de servicios u obras con dinero público. Existen directivas precisas para que un gobierno contrate los servicios de algún proveedor. Entre tales directivas está la de licitar la obra o actividad de la que se trate entre varios posibles prestadores de servicios. Quienes deseen ser contratados por el gobierno deberán concursar ofreciendo las mejores condiciones de calidad, tiempo y costo. El autor de la mejor propuesta será quien que se encargue de realizar el proyecto, y obtener, claro, su pago correspondiente. De ese modo, la ley evita que el gobernante favorezca a sus amistades asignándoles unilateralmente una obra. Pero esto último es precisamente lo que hizo López Obrador al comprar, sin licitación y a empresas estadounidenses, las pipas que hacen falta para la distribución de gasolina. Ni se molestó el presidente en justificar razonablemente su violación a la ley. Cuando se le preguntó por qué lo había hecho, respondió que porque él es honesto y no hace trampas. O sea, si alguien se percibe a sí mismo como una persona recta y justa, entonces la ley deja de obligarle. La ilegalidad se convierte en legalidad si el ciudadano decide que él no tiene porqué cumplir la ley.

Lo más asombroso de este caso es que hasta el momento nadie se ha molestado en acusar formalmente al presidente de actuar ilegalmente. Y es probable que ese silencio se deba a que entre más caprichosa y subjetiva es la relación de AMLO con la ley, más parece hacerse merecedor del respaldo efusivo de la ciudadanía. Su rating de popularidad está en relación directa con sus propuestas de acabar con la ilegalidad a través de la ilegalidad.

Todo eso no puede no inquietarnos.

El descrédito en que han caído los gobiernos que antecedieron al actual ha sido siempre atribuido a la corrupción, o sea, al uso abusivo del poder público para colocarse sobre la ley y enriquecerse personalmente. De hecho, fue este descrédito lo que hizo posible el triunfo de López Obrador, pues su oferta electoral más atractiva fue acabar con “la mafia del poder”. La corrupción, es claro, se nutre del desdén hacia la ley. Esto nos debería llevar a concluir, entonces, que lo que realmente empujó la balanza en favor del tabasqueño en julio pasado fue el deseo ciudadano de que él se convirtiera en paladín de la legalidad. No obstante, el continuado ascenso de popularidad y apoyo ciudadano del que sigue disfrutando AMLO a pesar de las formas ilegales con las que gobierna, recurriendo a argucias trumpianas como la encuestas tramposas, la calumnia hacia sus opositores y el desdén olímpico por la ley, nos deja ver que lo que la gente en realidad odiaba de los gobernantes corruptos anteriores no era tanto su ilegalidad sino los excesos de sus rapiñas; el que se hayan robado tales cantidades de nuestro dinero. ¿Cuántas veces no hemos oído decir, respecto a los funcionarios públicos: “¿Está bien que roben, pero que sea poquito?” Lo malo, según esto, no es ser ilegal, sino sacar provecho excesivo de la ilegalidad. Lo cual equivale a decir: “Vamos todos a robar, pero no mucho, para que a todos les toque un poquito”. Bendita ilegalidad.

Me pregunto: ¿Será necesario que los amigos del presidente López Obrador alcancen ilegalmente las cifras de dinero acumuladas por las pandillas favorecidas por Peña Nieto para que la gente reaccione?

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