Eugène Ionesco

La lectura y las variantes que hay acerca de este hábito…


Hábito de la lectura


Los grandes maestros de la vida intelectual recomiendan rechazar la sed de libros: la lectura practicada como un vicio, dicen, más que estimular la creatividad, la apaga.

“Leed poco –aconseja Jean Guitton en El trabajo intelectual–; es necesario leer inteligentemente, no apasionadamente. Hay que ir a los libros como una dueña de casa va al mercado una vez que ya ha dispuesto el menú del día”.

“No compres más libros que los que puedas leer”, suplicaba a su vez Séneca a su amigo Lucilio en una de sus cartas.

Por lo que a mí toca, reconozco tener en mi casa más libros de los que aconsejaría una sana meditación acerca de la brevedad de la vida. Pero, si por un azar del destino, un extraño demiurgo –como el que hablaba a Descartes en sus noches de insomnio– me ordenara deshacerme de ellos, le rogaría que me permitiera quedarme con diez; sólo con diez. Y tres de ellos serían, ciertamente, los diarios de Eugène Ionesco (1912-1994).

¿Por qué estos libros precisamente? Por la sinceridad que destilan sus páginas, por las preguntas que el dramaturgo no dejó nunca de hacerse, por la inquietud que los originó. Dios, la muerte, el tiempo y la angustia: he aquí casi los únicos temas abordados en estos diarios que se podría leer perfectamente un seminarista en una capilla a la hora de la meditación. Es más, casi me atrevería a afirmar que, si alguien se diera a la tarea de recoger los pensamientos que en ellos se habla de Dios y del amor divino, ése acabaría componiendo un libro no muy diferente del que podría haber escrito un místico.

En 1989, un periodista italiano, Guido Ferrari, había preguntado a Ionesco: “¿Quiénes son los hombres que más admira usted?”. Respondió éste: “Los santos. No a otros. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, San Francisco de Asís, San Pablo…: los grandes místicos. Únicamente a ellos. Su mensaje, su testimonio, es absolutamente indiscutible. Han realizado milagros, han experimentado incluso levitaciones. Pero no es eso lo que interesa. Lo que cuenta es que creían profundamente, que lograron fundirse en Dios. Nosotros no podemos ser como los santos, pero debemos tomarlos como modelos y comportarnos no como los revolucionarios, no según los gobiernos y las morales terrenas. Debemos comportarnos como los santos. Es necesario desapegarse de los bienes de la tierra… Yo hubiera querido ser otra cosa, habría querido no hacer literatura… No habría querido ser un oficial, como mi padre deseaba. Yo hubiera querido vivir una vida de santo. Debí vivir en un ambiente monacal, una vida religiosa. Cuando pienso en mi edad, me digo que he perdido el tiempo”.

Escribió en su diario: “No sé rezar, todavía no aprendí a rezar; ¡a mi edad! Qué pude hacer tanto tiempo… Pero no, no hay nadie allí, sólo el Cristo… Dios inaccesible. Pero, en Jesús, accesible. Es por eso que él, el Innombrable, se hizo Jesús, se puso un nombre: Jesús”. Y también: “Trillados o no, todos los caminos pueden terminar por llevarnos a él. Y, sobre todo, me pregunto: ¿Lo amo verdaderamente? No lo sé. Sé sobre todo una cosa: Él me es indispensable. ¿Eso es amor?”.

En una ocasión, al calor de una chimenea encendida, le preguntó uno de sus amigos: “¿Cómo te gustaría morir?”. Respondió: “Resignado, sereno, confiado: con una loca esperanza”.

Pocos hombres atisbaron como Ionesco, entre tanta turbulencia interior, lo que bien podría llamarse “la locura del amor divino”: “Sólo un amor loco –escribió en el primer volumen de su Diario (Journal in miettes)–, sin objeto, puede resistir a la luz cegadora de la interrogación, y este amor loco se transforma, se acrecienta, se convierte en una euforia sin razón, parece abrazar el universo”. “Hemos olvidado lo que debía ser la contemplación –dice ahora en El hombre cuestionado, otra de sus obras más personales–. No sabemos ya ver, no sabemos ya detenernos en la agitación general y mirar, inmóviles por un instante, la agitación misma. No sabemos mirar los mismos barrotes de nuestra cárcel, ni la tierra, no tenemos el ocio necesario, y es sin embargo mirando en torno de nosotros, en nosotros, es sin embargo mirando así como podríamos ver aparecer algo. Es mirando con una atención intensa como podríamos encontrar de nuevo la frescura del asombro, un asombro de niño que volvería al mundo tan joven, tan virgen como el primer día de la creación. Habrá que aprender de nuevo la admiración”. Y más adelante, en el mismo libro: “Desde siempre, espero la gracia. Qué larga paciencia. O qué corta, más bien, porque no hace tanto que hemos nacido. Sólo la gracia puede dar el sentimiento o la certidumbre de que el mundo es verdadero, sustancial. Sólo la realidad metafísica puede dar la plenitud, un contenido a la realidad cotidiana que, de otra manera, me parece vacía, suspendida en la nada”.

“–¿Qué lees?” –le preguntó Fernando Arrabal en el hospital parisino en el que pocos días más tarde agonizaría. “Acabo de terminar El misterio de la fe de Jean Guitton –respondió Ionesco. “Un agnóstico como tú ya sólo lee libros religiosos”. “¡Pero no tan agnóstico!” –intervino enérgica Rodica, su mujer, que de las inquietudes del corazón del esposo seguramente algo sabía.

Hay cientos de frases como las apenas citadas que el llamado padre del teatro del absurdo dejó escritas para siempre en las páginas de esos libros inolvidables. Termino con otra de ellas: “No deberíamos tener más que un solo pensamiento, una sola meta: la felicidad del prójimo; deberíamos tirarnos los unos a los pies de los otros”.

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