Es tiempo de hacer un alto

Los mexicanos, como el resto del mundo, estamos inmersos en una vorágine que nos tiene excesivamente ocupados: los problemas económicos, políticos, sociales y familiares hacen que nuestra atención, en el mejor de los casos, se oriente a resolverlos. Pero no son pocos los que se esfuerzan en atizar el fuego que nos rodea, pensando que con ello obtendrán beneficios cuando, en realidad, como dice el papa Francisco, cuando uno pierde, todos pierden, pues vamos en el mismo barco.

Se inician las vacaciones y, entonces sí, pareciera que todo se detiene ante la prioridad del descanso y la diversión, al precio que sea, literalmente, pues al retornar a la rutina, muchas de las cargas que antes preocupaban, no sólo siguen ahí, sino que se han incrementado. Sin embargo, el consuelo mexicano es ya conocido: “lo bailado quién me lo quita”.

Hay que pensar, sin embargo, que si es posible hacer un alto para el descanso y la diversión, ese alto podría ocuparse para algo más trascendente. Hay que empezar en qué significa “Semana Santa”, calificada con acierto como la Semana Mayor. Sí, es el recordatorio de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, que a pesar de haber venido a hacer el bien y a rescatarnos de la orfandad, para hacernos verdaderos hijos de Dios. Un rescate a precio de sangre, en el juicio más injusto de la historia, donde la cobardía, la saña, la mentira y la ingratitud se hicieron manifiestas, no sólo en quienes materialmente apresaron, simularon un juicio, condenaron y crucificaron a Jesús, sino que nos representaban a nosotros, quienes a la distancia, quizá de otras maneras, pero repetimos el desprecio al Redentor, le damos la espalda, lo ofendemos y con él a nuestros hermanos.

Los juristas han demostrado hasta la saciedad las irregularidades en el juicio contra Jesús, no sólo como Hijo de Dios, incluso como un ser humano cuya dignidad debía ser respetada y que, sin embargo, fue pisoteada. Pues bien, hoy estas escenas se repiten día a día con los hijos que somos de Dios porque somos hermanos de Cristo.

La lógica de la relación humana se guía en el mundo contemporáneo por la búsqueda del propio beneficio, a costa de lo que sea. Somos, como dice el papa Francisco, autorreferenciales: todo yo, y estamos muy lejos de amar al prójimo como a nosotros mismos, olvidamos el consejo del redentor de tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran. Por el contrario, vivimos en un círculo de agravios donde se supera la ley del talión, pues no se cobra proporcionalmente el daño recibido: ojo por ojo, diente por diente. La violencia se escala, ni siquiera se iguala, menos se perdona.

Muchos podemos decir, es que yo no mato, yo no robo, etc., pero no reconocemos que tampoco hacemos el bien que debiéramos en todos los ámbitos de nuestra vida, empezando por lo familiar, luego en lo laboral, grupal y, finalmente, en el ámbito cívico político.

Ante los momentos de crisis que estamos viviendo, conviene que el alto que se hace en esta semana, nos lleve a reflexionar en aquello que podemos hacer para construir, más allá de lo que sabemos hacer mejor: criticar o destruir.

En la misma política que se ha iniciado en torno a la sucesión presidencial, más allá de una contienda, estamos en una guerra política donde las ambiciones personales y las enemistades particulares, los agravios sentidos o las injusticias sufridas, generan un encono en el cual se pretende y a haces se logra, acabar con el otro, física, cívica o moralmente. Este tipo de acciones adquieren mayor gravedad en tanto más autoridad o influencia social se tiene.

Se ha insistido en que la contienda debe basarse en prepuestas, en el análisis y valoración de los realizado, lo incumplido o lo equivocado, es decir, en los hechos. Sin embargo, los argumentos falaces que circulan hoy son “ad homine”, atacar al hombre, a la persona. Porque, dicen algunos, ese es el lenguaje que entiende el pueblo. En términos cristianos se dice que hay que rechazar el error y no al errado. Parece que para muchos esa no es una comunicación política acertada y eficaz. Se olvida que el fin no justifica los medios.

Hagamos un alto y pensemos más elevado. Si nos preocupa el bien común de la nación, es necesario recordar que éste se logra mediante la promoción de un conjunto de condiciones sociales que permiten a todo hombre, a todos los hombres y sus agrupaciones, alcanzar su desarrollo, su perfeccionamiento. Estas condiciones tienen que ser suficientemente fuertes y atractivas para contraponerlas a las estructuras de pecado que generan el mal común en nuestra sociedad. Esto se puede y debe traducir en propuestas económicas, políticas y sociales que convenzan, y que sean propuestas por quienes con su vida, su trayectoria y ejemplo, tienen autoridad moral para presentarlas, no demagógicamente, sino como realidades posibles.

El papa Francisco pedía que de la pandemia saliéramos mejores, pero parece que todos lo ignoramos. Hagamos de nuestra semana tanta un alto de reflexión, de meditación y de encuentro con Cristo, en su pasión y resurrección, para salir mejores de ella y poder cambiar positivamente nuestra realidad.

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