El Fantasma de la Ópera y el temor mexicano a abandonar el teatro

Reflexiones en torno a una desastrosa representación de El Fantasma de la Ópera


fantasma opera


Hace unos días fui invitado a asistir a la presentación de “El Fantasma de la Ópera” en el bellísimo Teatro de la Paz de San Luis Potosí. La remombrada obra teatral de Andrew Lloyd Webber, que pone en el escenario en forma musical la igualmente famosa novela de Gaston Leroux, no necesita mayor recomendación. Su éxito en escenarios de Londres y Nueva York, así como el que ha tenido en muchas otras grandes ciudades, es conocido de todos. Yo mismo tuve la oportunidad de disfrutar la puesta en escena de la obra en la CDMX hace unos años. De modo que no hizo falta mucho esfuerzo para convencerme de aceptar la invitación.

Al llegar nuestro grupo de amigos al teatro, ya había largas filas esperando ser admitidas. “Buena señal” dije para mis adentros. La numerosa concurrencia, que debió hacer cierto sacrificio económico para adquirir sus boletos -nada baratos-, afianzó mi expectativa de que nos esperaban un par de horas de excelente entretenimiento. Nadie paga esos precios si no se tiene la seguridad, seguramente afianzada por el renombre de la obra y por lo que supuse sería una buena crítica de los expertos, de que vale la pena. El lleno fue casi completo.

“Primera llamada, primera….Segunda llamada, segunda….Tercera llamada. Comenzamos” se escuchó el tradicional llamado en el interior del recinto. Se apagaron las luces. Se inició la música… del sound track. Se levantó el telón.

Y en ese mismo instante se derrumbaron todas mis expectativas. Desde el primer instante se hizo evidente que se trataba de actores aficionados. Tal parecía que era un montaje realizado por algún grupo teatral escolar para la fiesta de fin de cursos. Lamentablemente, ese primer sentimiento de frustración, en vez de disminuir con el desarrollo de la obra, sólo se incrementó exponencialmente con cada escena. Las actuaciones de los protagonistas eran forzadas, acartonadas, incongruentes. Las comparsas estaban totalmente fuera de lugar. La escenografía, casi inexistente, consistía en un telón de fondo, una manta blanca sobre la cual se proyectaban imágenes que no tenían nada que ver con lo que sucedía en el escenario, y algunos muebles que eran llevados o sacados del escenario por asistentes según las necesidades. El vestuario era esperpéntico. La iluminación hacía difícil por momentos distinguir los rostros de los actores, imposibilitando cualquier transmisión de emociones. El defectuoso sistema de sonido hacía imposible entender las palabras de las canciones. El baterista del grupo musical que acompañó en vivo algunas de las piezas producía tanto estruendo que reducía a la nada la voz de los actores. En resumen un fracaso.

Estuve tentado varias veces a abandonar la sala durante la función. Me dolía la cabeza y estaba muy molesto por lo que yo percibía como un fraude. Me contuve por miedo a que mi salida ofendiera a la persona que me había invitado, quien estaba sentado a mi lado, en silencio. Nadie más daba señales de exasperación, de modo que concluí que el problema era una apreciación negativa de mi parte. El resto del público no parecía compartir mis sentimientos pesimistas. Así que terminé por echarme para atrás en la butaca y dedicar mi atención a pensar en otras cosas. Los aplausos finales, bastante efusivos para mi sorpresa, fueron los que me obligaron a devolver mi atención al escenario.

Una vez terminado mi calvario y mientras el público abandonaba la sala, a través de las conversaciones que alcanzaron a llegar a mis oídos me pude dar cuenta que yo no era el único que había había albergado sentimientos de frustración a causa del espectáculo. Se escuchaban a mi rededor muchas quejas y expresiones de ira. Mis acompañantes también fueron unánimes: la obra era pésima. Pésima producción, pésima dirección, pésima actuación, pésima iluminación, pésimo sonido, pésimo, pésimo, pésimo todo. A unos conocidos con los que me encontré les interrogué acerca de sus impresiones de la obra. Respondieron mostrando con palabras fuertes su irritación. Era patente y general la sensación de haber sido víctimas de una tomada de pelo muy cara. Durante el regreso a casa la conversación sólo sirvió para corroborar ese sentimiento.

Pero empecé luego a preguntarme a mí mismo -y sigo sin dar con una respuesta satisfactoria- ¿por qué nadie protestamos durante el desarrollo de la obra si tanto nos enojó? ¿Por qué no abandonamos el recinto y dejamos a los actores hablando solos para mostrar nuestro desagrado? ¿Qué movió al público -evidentemente descontento por haber gastado inútilmente una buena cantidad de dinero- a soportar en silencio las dos horas de fastidio y a aplaudir efusivamente a los actores al final de la representación? ¿Por qué no exigimos que nos devolvieran el costo de los boletos? ¿Fue esa la forma más civilizada que encontramos de actuar en esas circunstancias? ¿Se trató, como en mi caso, de temor de herir o confundir los sentimientos de los demás ventilando los propios? ¿Fue deseo de no desmoralizar y/o entristecer a los actores, quienes seguramente realizaron su trabajo creyendo que merecía aplausos? ¿Fue apatía, un “whatever” silencioso y de ojos en blanco que buscaba paliar el resentimiento con la indiferencia? ¿Fue una expresión de “ya para qué”, “para qué me enojo”?

No puedo evitar tampoco tratar de adivinar qué harían los ciudadanos de otros países en semejantes circunstancias. ¿Seremos la gente de San Luis Potosí y/o México los únicos que aguantamos que nos den gato por liebre sin decir nada? Hay evidencias que apuntan en esa dirección, y a juzgar por lo que nos enseña la historia nacional, esa actitud ha sido la que ha permitido la “dictadura perfecta” del PRI. Hay signos positivos, bendito Dios, de que las cosas van cambiando. Y, claro, eso nos permite albergar una esperanza de que México, cada ciudadano, ya no se quedará sentado en silencio, rumiando solo su frustración. Sobre todo ahora que la realidad política actual, manipulada a contentillo por AMLO y MORENA, nos hace temer que a nuestras esperanzas de buen gobierno les pase lo mismo que a las de quienes fuimos aquella noche a disfrutar del Fantasma de la Ópera.

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