El error de Eva

Nuestra sociedad, que ha sustituido varias de las festividades religiosas de antaño, por celebraciones seculares que van, de lo más trivial a lo más disparatado y no pocas veces, nocivo; celebra, cada 8 de marzo el universalmente conocido día de la mujer. Dicho movimiento, que cuenta con el especial apoyo de la ONU, amén de la gran mayoría de los líderes internacionales, ha dividido, debido a su agresiva agenda, a las mujeres en feministas moderadas o de primera ola y en feministas radicales o extremistas. Esta división, que pretende que existe un feminismo noble y puro, es por demás engañosa, pues pasa por alto que el movimiento feminista está corrompido de raíz, ya que encuentra su fundamento en el postulado marxista de que la familia natural, en la cual el hombre es el proveedor y las mujeres las cuidadoras y educadoras, lleva al interior del hogar, la explotación de la clase oprimida (mujeres) por el opresor (padre o esposo).

En los Estados Unidos, las dos pioneras y reconocidas sufragistas, Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton (íconos de la mayoría de las feministas conservadoras, por el rechazo de ambas al aborto, cosa además común en el siglo XIX) partieron del concepto erróneo de que los hombres y las mujeres tienden a comportarse de manera diferente debido al condicionamiento social, negando con ello las evidentes diferencias biológicas y psicológicas entre ambos sexos. Por ello, atacaron el rol natural de la mujer (dar a luz, criar y cuidar a los hijos) calificándolo de “proletariado doméstico”. Susan B. Anthony afirmó: “No hay mujer nacida que desee comer el pan de la dependencia, no importa si es de la mano del padre, esposo o hermano; porque cualquiera que así come su pan, se pone en poder de la persona de quien lo toma.” Por su parte, Cady Stanton abogó por el divorcio, el control de la natalidad y llegó a equiparar el matrimonio con la prostitución afirmando que; “incluso en los mejores matrimonios, las mujeres eran meras sirvientas o amantes y en las peores situaciones, vivían como esclavas o prostitutas. Además en uno, de sus muchos artículos, titulado “Matrimonio y Amantes” (Marriage and Mistresses), escribió: “Admito francamente que ser una amante es menos deshonroso que ser una esposa; pues mientras la amante puede dejar de serlo, si ese es su deseo, la presión social y la ley mantienen sometida a la esposa”. Y es que Stanton consideraba que la posición de la esposa era más dependiente y degradante que cualquier otra condición de la mujer, debido a su subordinación al marido, al que calificó de “tirano, cobarde, mezquino, borracho y malhablado”. Paradójicamente, apoyó la legalización de la prostitución como una forma de eliminar el doble rasero moral. En su autobiografía, confesaría: “Tan alarmantes fueron los comentarios sobre lo que se había dicho, que comencé a sentir que sin darme cuenta había destruido los cimientos del sistema social”. Desafortunadamente, el tiempo le dio la razón.

Como vemos, desde el origen, el llamado “feminismo moderado” tiene una visión, contraria a la ley natural, del matrimonio como institución opresiva para la mujer; tuvo como principal objetivo redefinir los roles del hombre y la mujer. Por ello, incitaron abiertamente a las mujeres a rechazar su rol de esposa y madre, minimizaron y despreciaron el trabajo insustituible de la mujer en el hogar y declararon que la igualdad de la mujer sólo se conseguiría cuando ésta se incorporarse de lleno al campo profesional. Con ello, además de despreciar a la mujer que decide quedarse en el hogar, han hecho cada vez más difícil la labor de la mujer, en una sociedad que le exige cumplir dos roles: el masculino y el femenino.

Es hora de reconocer que el feminismo es el gran enemigo de la mujer, a la cual alega defender, y ha llevado a millones de mujeres; a liberarse de la suave autoridad paterna, a rechazar la guía y protección del esposo y a desligarse de los tiernos y suaves brazos de los hijos. Actualmente, son muchas las mujeres quienes solas, borrachas y desgraciadas; mas convencidas de la “liberación lograda”, están siendo utilizadas por una ideología que, al negar la diferencia entre hombres y mujeres deja a ésta última en una gran situación de vulnerabilidad. La mujer ya no es valorada por lo que es capaz de crear, sino por lo que puede producir. Por ello, renegando de su naturaleza maternal, muchas mujeres hoy en día ven en los hijos un estorbo que hay que eliminar, o al menos limitar, a fin de poder “realizarse” en una carrera que generalmente encierra un trabajo tedioso y medianamente renumerado que además, lejos de hacerla más feliz, la ha dejado deprimida y ansiosa. En el camino por la igualdad, el hombre y la mujer han sustituido la complementariedad y ayuda mutua por la competencia y la desconfianza. De ahí el altísimo porcentaje de matrimonios que terminan en divorcios y la falta de esperanza en muchos jóvenes que ya no desean casarse ni tener hijos.

Sería muy simplista decir que antes del feminismo las relaciones entre hombres y mujeres eran perfectas. No fue ni será así. La perfección está muy lejos de nuestra naturaleza caída. Pero, gracias al matrimonio cristiano se promovió una relación de respeto y ayuda entre el hombre y la mujer. Puesto que, como afirmara León XIII, “la iglesia defendió con tal vigor, con tan previsoras leyes la divina institución, que ningún observador imparcial de la realidad podrá menos que reconocer que, también por lo que se refiere al matrimonio, el mejor custodio y defensor del género humano es la Iglesia, cuya sabiduría ha triunfado del tiempo, de las injurias de los hombres y de las vicisitudes innumerables de las cosas.”

Y es que las feministas han tratado de domar al hombre a través de leyes. No contentas con tratar de poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias; han renegado de la naturaleza humana, envileciendo tanto a la mujer como al hombre. Olvidaron que fue la virtud de la mujer, la que engendró a los más valientes y nobles caballeros. Y es que, si bien en el matrimonio cristiano a la mujer se le pide, respetar, obedecer y someterse a su esposo, cabeza de la familia. Al hombre se le exige; amar a su mujer como Cristo amó a Su Iglesia, al grado de dar la vida por ella.

Las relaciones entre hombres y mujeres no mejoraran tomando las calles, sino formando auténticos hogares cristianos. Como nos recuerda Fulton J. Sheen: “Cuando un hombre ama a una mujer, tiene que hacerse digno de ella. Cuanto más alta es su virtud, más noble su carácter, más devota es a la verdad, a la justicia, al bien, más debe aspirar el hombre a ser digno de ella. La historia de la civilización podría escribirse en términos del nivel de sus mujeres”.

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